Vicenç Navarro Catedrático de
Políticas Públicas de la Universidad Pompeu Fabra
A lo largo de mi larga vida en varios
países he podido ver muchas formas de discriminación, ya sea de clase social,
de género, de raza o de nacionalidad. Pero un tipo de discriminación de la que
tengo que confesar no era muy consciente, y que he ido aprendiendo a medida que
he ido avanzando en edad, es la discriminación en contra de las personas de
mayor edad, discriminación que va acentuándose a medida que las personas van
adquiriendo más años. Tal discriminación es especialmente acentuada en las
culturas latinas (también muy conocidas por su discriminación en contra de las
mujeres, consecuencia del machismo que caracteriza a estas sociedades) y como
también ocurre en esta última forma de discriminación aparenta no existir,
ocultándose tras una presunta caballerosidad (supuestamente muy atenta con el
género femenino en el caso de la discriminación a la mujer). Lo mismo ocurre
con los ancianos, a los que, por lo general, se refieren, supuestamente para
expresar también gran gentileza y estima, como “abuelos”, término que aparenta
ser respetuoso, pero que aplicado indistintamente consigue lo contrario.
Siempre recordaré a mi padre, persona que sufrió muchísimo, que fue
represaliado por el fascismo, y que siempre sostuvo un orgullo de haber hecho
–luchar por la República- lo que tenía que haber hecho, mostrando, a la vez,
frente a la represión, un gran sentido de la dignidad. Y cuando a los más de
noventa años la gente se refería a él como “abuelo”, él contestaba con cierta
irritación: “mire usted, yo no soy su abuelo y francamente tampoco desearía
serlo. Le ruego que me llame Vicente”, y terminaba la conversación. Y yo lo
entendía perfectamente. Hoy me encanta que mi nieto me llame abuelo, pero no me
gusta que nadie más se refiera a mí como tal, por personas que ni siquiera me
conocen.
Y así lo muestran las encuestas. La mayoría de ancianos no desea
que se refieran a ellos como abuelos. Y sin embargo, es el término más
utilizado. No se dice “Residencia de la tercera edad”, o “Residencia de
ancianos”, sino “Residencia de abuelos”. Y así un largo etcétera. En realidad,
detrás de la supuesta amabilidad, hay una visión ofensiva hacia las personas
receptoras de tal nombre (percibidas como de capacidades físicas e
intelectuales reducidas como consecuencia de su edad). Quedó así reflejado en la
descripción que hizo la derecha de la caverna española del excelente grupo de
activistas de edad avanzada, dirigiéndose a ellos como “yayoflautas” (abuelos
con flauta). Ni que decir tiene que la mayoría de personas que utilizan esta
expresión no son conscientes de que es un término discriminatorio, que
estereotipa a las personas mayores.
La atención a los ancianos
Una dimensión que refleja tal discriminación es la falta de
atención a las personas de edad avanzada que requieren cuidados paliativos, y
que alcanza su máxima expresión en las personas con enfermedades terminales, es
decir, que están experimentando una enfermedad que reducirá en un periodo de
tiempo relativamente corto su esperanza de vida. Este tipo de atención –que
requiere cualquier persona que tiene una enfermedad terminal, sea de la edad
que sea, pero que lógicamente afecta más a las personas ancianas–está muy poco
desarrollada en España. El final de su vida es para millones de españoles uno
de los periodos más difíciles, con peor calidad de vida y con menos confort y
bienestar. Y es también un periodo enormemente pesado para las familias. Y en
España, cuando decimos familias queremos decir mujeres. La mujer española tiene
tres veces más enfermedades debidas al estrés que el hombre. Cuida de los niños
y jóvenes, que viven en casa hasta la edad promedio de 32 años (sí, repito, 32
años), de su pareja, de los ancianos y el 52% está también integrada en el
mercado de trabajo. Y casi la totalidad de los cuidados a enfermos terminales
lo hacen las mujeres familiares del anciano.
Se requiere una enorme inversión en estos tipos de servicios. El
argumento de que viviremos en un futuro sin que haya puestos de trabajo como
resultado de la sustitución de trabajadores por robots, es una banalidad más de
las muchas que se escriben y centran la atención mediática. Esta frivolidad
también se ha presentado como causa del elevado desempleo en España, pues este
se atribuye a la introducción de nuevas tecnologías o a la exportación de los
puestos de trabajo, ignorando que hay una enorme cantidad de necesidades
humanas desatendidas que requieren puestos de trabajo, puestos que no pueden
ser sustituidos por robots y externalizados. Si España tuviera el porcentaje de
personas adultas que trabajan en los servicios públicos del Estado del
Bienestar (sanidad, educación, servicios sociales, servicios domiciliarios a
personas con dependencia, escuelas de infancia, servicios de prevención de la
pobreza y vivienda social, entre otros) que tiene Suecia (alrededor de una de
cada cuatro, en lugar de una de cada diez, como es ahora en España) crearíamos
unos 3,5 millones más de puestos de trabajo. ¿Por qué no se crean?
Se dirá que no hay dinero público, lo cual no es cierto, pues si
España tuviera las políticas fiscales de Suecia y el porcentaje de personas
adultas trabajando y pagando impuestos de ese país, ingresaría suficientes
fondos para proveer tal empleo. Nunca se crean a aquellos economistas (próximos
a la banca o al Banco de España) que, con gran pomposidad, constantemente
denuncian en las amplias cajas de resonancia que se ponen a su disposición que
no hay dinero en Catalunya y en España o que “nada es gratis”. Les aseguro que
sí que lo hay (y además, mucho). Lo que ocurre es que el Estado no lo recoge.
Ahí está el problema.
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