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16 de enero de 2017

El final del neoliberalismo “progresista”



Sinpermiso


La elección de Donald Trump es una más de una serie de insubordinaciones políticas espectaculares que, en conjunto, apuntan a un colapso de la hegemonía neoliberal. Entre esas insubordinaciones, podemos mencionar, entre otras, el voto del Brexit en el Reino Unido, el rechazo de las reformas de Renzi en Italia, la campaña de Bernie Sanders para la nominación Demócrata en los EEUU y el apoyo creciente cosechado por el Frente Nacional en Francia. Aun cuando difieren en ideología y objetivos, esos motines electorales comparten un blanco común: rechazan la globalización gran-empresarial, el neoliberalismo y al establishment político que los ha promovido. En todos los casos, los votantes dicen “¡No!” a la letal combinación de austeridad, libre comercio, deuda predatoria y trabajo precario y mal pagado que resulta característica del actual capitalismo financiarizado. Sus votos son una respuesta a la crisis estructural de esta forma de capitalismo, crisis que saltó por primera vez a la vista de todos con la casi fusión del orden financiero global en 2008.
Sin embargo, hasta hace poco, la repuesta más común a esta crisis era la protesta social: espectacular y vívida, desde luego, pero de carácter harto efímero. Los sistemas políticos, en cambio, parecían relativamente inmunes, todavía controlados por funcionarios de partido y elites del establishment, al menos en los estados capitalistas poderosos como los EEUU, el Reino Unido y Alemania. Pero ahora las ondas electorales de choque reverberan por todo el planeta, incluidas las ciudadelas de las finanzas globales. Quienes votaron por Trump, como quienes votaron por el Brexit o contra las reformas italianas, se han levantado contra sus amos políticos. Burlándose de las direcciones de los partido, han repudiado el sistema que ha erosionado sus condiciones de vida en los últimos treinta años. Los sorprendente no es que lo hayan hecho, sino que hayan tardado tanto.
No obstante, la victoria de Trump no es solamente una revuelta contra las finanzas globales. Lo que sus votantes rechazaron no fue el neoliberalismo sin más, sino el neoliberalismo progresista. Esto puede sonar como un oxímoron, pero se trata de un alineamiento, aunque perverso, muy real: es la clave para entender los resultados electorales en los EEUU y acaso también para comprender la evolución de los acontecimientos en otras partes. En la forma que ha cobrado en los EEUU, el neoliberalismo progresista es una alianza de las corrientes principales de los nuevos movimientos sociales (feminismo, antirracismo, multiculturalismo y derechos de los LGBTQ), por un lado, y, por el otro, sectores de negocios de gama alta “simbólica” y sectores de servicios (Wall Street, Silicon Valley y Hollywood). En esta alianza, las fuerzas progresistas se han unido efectivamente con las fuerzas del capitalismo cognitivo, especialmente la financiarización. Aunque maldita sea la gracia, lo cierto es que las primeras prestan su carisma a este último. Ideales como la diversidad y el “empoderamiento”, que, en principio podrían servir a diferentes propósitos, ahora dan lustre a políticas que han resultado devastadoras para la industria manufacturera y para las vidas de lo que otrora era la clase media.
El neoliberalismo progresista se desarrolló en los EEUU durante estas tres últimas décadas y fue ratificado por el triunfo electoral de Bill Clinton en 1992. Clinton fue el principal ingeniero y portaestandarte de los “Nuevos Demócratas”, el equivalente estadounidense del “Nuevo Laborismo” de Tony Blair. En vez de la coalición del New Deal entre obreros industriales sindicalizados, afroamericanos y clases medias urbanas, Clinton forjó una nueva alianza de empresarios, suburbanitas, nuevos movimientos sociales y juventud: todos proclamando orgullosos su bona fides moderna y progresista, amante de la diversidad, el multiculturalismo y los derechos de las mujeres. Aun cuando la administración Clinton hizo suyas esas ideas progresistas, cortejó a Wall Street. Pasando el mando de la economía a Goldman Sachs, desreguló el sistema bancario y negoció tratados de libre comercio que aceleraron la desindustrialización. Lo que se perdió por el camino fue el Cinturón del Óxido, otrora bastión de la democracia social del New Deal y ahora la región que ha entregado el Colegio Electoral a Donald Trump. Esa región, junto con nuevos centros industriales en el Sur, recibió un duro revés cuando la financiarización más desatada campó a sus anchas en el curso de las pasadas dos décadas. Continuadas por sus sucesores, incluido Barak Obama, las políticas de Clinton degradaron las condiciones de vida de todo el pueblo trabajador, pero especialmente de los empleados en la producción industrial. Para decirlo sumariamente: Clinton tiene una pesada responsabilidad en el debilitamiento de las uniones sindicales, en el declive de los salarios reales, en el aumento de la precariedad laboral y en el auge de las familias con dos ingresos que vino a substituir al difunto salario familiar.
Como sugiere esto último, al asalto a la seguridad social le dio lustre un barniz de carisma emancipatorio prestado por los nuevos movimientos sociales. Durante todos los años en los que los se abría un cráter tras otro en su industria manufacturera, el país estaba animado y entretenido por una faramalla de “diversidad”, “empoderamiento” y “no-discriminación”. Identificando “progreso” con meritocracia en vez de igualdad, con esos términos se equiparaba la “emancipación” con el ascenso de una pequeña elite de mujeres “talentosas”, minorías y gays en la jerarquía empresarial del quien-gana-se-queda-con-todo, en vez de con la abolición de esta última. Esa comprensión liberal-individualista del “progreso” vino gradualmente a reemplazar a la comprensión anticapitalista –más abarcadora, antijerárquica, igualitaria y sensible a la clase social— de la emancipación que había florecido en los años 60 y 70. Cuando la Nueva Izquierda menguó, su crítica estructural de la sociedad capitalista se marchitó, y el esquema mental liberal-individualista tradicional del país se reafirmó a sí mismo al tiempo que se contraían las aspiraciones de los “progresistas” y de los sedicentes izquierdistas. Pero lo que selló el acuerdo fue la coincidencia de esta evolución con el auge del neoliberalismo. Un partido inclinado a liberalizar la economía capitalista encontró su compañero perfecto en un feminismo empresarial centrado en la “voluntad de dirigir” del leaning in o en “romper el techo de cristal”.
El resultado fue un “neoliberalismo progresista”, amalgama de truncados ideales de emancipación y formas letales de financiarización. Fue esa amalgama la que desecharon in toto los votantes de Trump. Prominentes entre los dejados atrás en este bravo mundo cosmopolita eran los obreros industriales, desde luego, pero también ejecutivos, pequeños empresarios y todos quienes dependían de la industria en el Cinturón Oxidado y en el Sur, así como las poblaciones rurales devastadas por el desempleo y la droga. Para esas poblaciones, al daño de la desindustrialización se añadió el insulto del moralismo progresista, que se acostumbró a considerarlos culturalmente atrasados. Rechazando la globalización, los votantes de Trump repudiaban también el liberalismo cosmopolita identificado con ella. Algunos –no, desde luego, todos, ni mucho menos— quedaron a un paso muy corto de culpar del empeoramiento de sus condiciones de vida a la corrección política, a las gentes de color, a los inmigrantes y los musulmanes. A sus ojos, las feministas y Wall Street eran aves de un mismo plumaje, perfectamente unidas en la persona de Hillary Clinton.
Lo que hizo posible esa combinación fue la ausencia de cualquier izquierda genuina. A pesar de arrebatos periódicos como Occupy Wall Street, que se rebeló efímero, no ha habido una presencia sostenida de la izquierda en los EEUU desde hace varias décadas. Ni se ha dado aquí una narrativa abarcadora de izquierda que pudiera vincular los legítimos agravios de los votantes de Trump con una crítica efectiva de la financiarización, por un lado, y con la visión antirracista, antisexista y antijerárquica de la emancipación, por el otro. Igualmente devastador resultó que se dejaran languidecer los potenciales vínculos entre el mundo del trabajo y los nuevos movimientos sociales. Divorciados el uno del otro, estos indispensables polos de cualquier izquierda viable se alejaron indefinidamente hasta llegar a parecer antitéticos.
Al menos hasta la notable campaña de Bernie Sanders en las primarias, que bregó por unirlos luego del relativo pinchazo de la consigna “Las Vidas Negras Cuentan”. Haciendo estallar el sentido común neoliberal reinante, la revuelta de Sanders fue, en el lado Demócrata, el paralelo de Trump. Así como Trump logró dar el vuelco al establishment Republicano, Sanders estuvo a un pelo de derrotar a la sucesora ungida por Obama, cuyos apparatchiks controlaban todos y cada uno de los resortes del poder en el Partido Demócrata. Entre ambos, Sanders y Trump, galvanizaron una enorme mayoría del voto norteamericano. Pero sólo el populismo reaccionario de Trump sobrevivió. Mientras que él consiguió deshacerse fácilmente de sus rivales Republicanos, incluidos los predilectos de los grandes donantes de campaña y de los jefes del Partido, la insurrección de Sanders fue frenada eficazmente por un Partido Demócrata mucho menos democrático. En el momento de la elección general, la alternativa de izquierda ya había sido suprimida. La opción que quedaba era un tómalo o déjalo entre el populismo reaccionario y el neoliberalismo progresista: elijan el color que quieran, mientras sea negro. Cuando la sedicente izquierda cerró filas con Hillary, la suerte estaba echada.
Sin embargo, y de ahora en más, este es un dilema que la izquierda debería rechazar. En vez de aceptar los términos en que las clases políticas nos presentan el dilema que opone emancipación a protección social, lo que deberíamos hacer es trabajar para redefinir esos términos partiendo del vasto y creciente fondo de revulsión social contra el presente orden. En vez de ponernos del lado de la financiarización-cum-emancipación contra la protección social, lo que deberíamos hacer es construir una nueva alianza de emancipación y protección social contra la finaciarización. En ese proyecto, que construiría sobre terreno preparado por Sanders, emancipación no significa diversificar la jerarquía empresarial, sino abolirla. Y prosperidad no significa incrementar el valor de las acciones o el beneficios empresarial, sino la base de partida de una buena vida para todos. Esa combinación sigue siendo la única respuesta de principios y ganadora en la presente coyuntura.
En lo que a mí hace, no derramé ninguna lágrima por la derrota del neoliberalismo progresista. Es verdad: hay mucho que temer de una administración Trump racista, antiinmigrante y antiecológica. Pero no deberíamos lamentar ni la implosión de la hegemonía neoliberal ni la demolición del clintonismo y su tenaza de hierro sobre el Partido Demócrata. La victoria de Trump significa una derrota de la alianza entre emancipación y financiarización. Pero esta presidencia no ofrece solución ninguna a la presente crisis, no trae consigo la promesa de un nuevo régimen ni de una hegemonía segura. A lo que nos enfrentamos más bien es a un interregno, a una situación abierta e inestable en la que los corazones y las mentes están en juego. En esta situación, no sólo hay peligros, también oportunidades: la posibilidad de construir una nueva Nueva Izquierda.
Mucho dependerá en parte de que los progresistas que apoyaron la campaña de Hillary sean capaces de hacer un serio examen de conciencia. Necesitarán librarse del mito, confortable pero falso, de que perdieron contra una “panda deplorable” (racistas, misóginos, islamófobos y homófobos) auxiliados por Vladimir Putin y el FBI. Necesitarán reconocer su propia parte de culpa al sacrificar la protección social, el bienestar material y la dignidad de la clase obrera a una falsa interpretación de la emancipación entendida en términos de meritocracia, diversidad y empoderamiento. Necesitarán pensar a fondo en cómo podemos transformar la economía política del capitalismo financiarizado reviviendo el lema de campaña de Sanders –“socialismo democrático”— e imaginando qué podría ese lema significar en el siglo XXI. Necesitarán, sobre todo, llegar a la masa de votantes de Trump que no son racistas ni próximos a la ultraderecha, sino víctimas de un “sistema fraudulento” que pueden y deben ser reclutadas para el proyecto antineoliberal de una izquierda rejuvenecida.
Eso no quiere decir olvidarse de preocupaciones acuciantes sobre el racismo y el sexismo. Pero significa molestarse en mostrar de qué modo esas inveteradas opresiones históricas hallan nuevas expresiones y nuevos fundamentos en el capitalismo financiarizado de nuestros días. Rechazando la idea falsa, de suma cero, que dominó la campaña electoral, deberíamos vincular los daños sufridos por las mujeres y las gentes de color con los experimentados por los muchos que votaron a Trump. Por esa senda, una izquierda revitalizada podría sentar los fundamentos de una nueva y potente coalición comprometida a luchar por todos.
Nancy Fraser es una profesora de filosofía y política en la New School for Social Research de Nueva York. Su último libro: Fortunes of Feminism: From State-Managed Capitalism to Neoliberal Crisis (Londres, Verso, 2013).
Fuente original: https://www.dissentmagazine.org/online_articles/progressive-neoliberalism-reactionary-populism-nancy-fraser 
Traducción: María Julia Bertomeu
Fuente: http://www.sinpermiso.info/textos/el-final-del-neoliberalismo-progresista

“El capitalismo ha alcanzado sus límites respecto a su capacidad de adaptación”


Entrevista al periodista Decio Machado
“El capitalismo ha alcanzado sus límites respecto a su capacidad de adaptación”

Aldhea


Aprovechando de la presencia del periodista y analista político Decio Machado en Bogotá, uno de los fundadores del periódico Diagonal y coautor junto a Raúl Zibechi del libro “Cambiar el mundo desde arriba. Los límites del progresismo”, la revista estudiantil Oveja Negra realizó la siguiente entrevista. 
-Donald Trump en la Casa Blanca. ¿Cómo nos explicamos esto?
-Primero algunos clásicos griegos, luego Hegel y finalmente Bertalanffi en su teoría general de sistemas ya indicaron aquello de que todo tiene que ver con todo. Explicar el fenómeno Trump pasa por entender la crisis del neoliberalismo en EEUU; la crisis de representatividad política existente tanto en el Partido Demócrata como en el Republicano; las expectativas de cambio que ya con la elección de Obama se explicitaban por gran parte del electorado estadounidense y que han sido sistemáticamente ignoradas; la crisis de un sistema diseñado única y exclusivamente para beneficiar al 1%; las lógicas derivadas de la salida dada a la crisis del 2008 y las tensiones que genera el nuevo orden internacional existente tras la emergencia de determinadas economías en el marco de la globalización. Hablando estrictamente de lo que pasa en los Estados Unidos, cabe destacar que el estancamiento de la capacidad adquisitiva de sus trabajadores es un hecho que se prolonga desde el año 1973 y que la deuda pública de este país se ha duplicado hasta llegar a la cuota de 300% de PIB. En paralelo la proporción sobre el PIB del sector del capital especulativo, ya sea este financiero, de seguros o inmobiliario, es hoy mayor que la del sector industrial. Así las cosas, la clase trabajadora estadounidense se muestra cansada de un sistema que desde hace décadas ya no les beneficia. A pesar de lo que a nosotros desde fuera de los Estados Unidos nos pueda parecer Trump, los últimos avances en aplicación de técnicas neurocientíficas permiten entender que los votantes no utilizan la razón, sino la emoción y los sentimientos a la hora de determinar sus opciones electorales. En el marco de este deterioro económico y sumado el hecho de que la política tradicional se ha ido convirtiendo en una payasada, un tipo como Donald Trump ha venido a demostrar que los parámetros tradicionales de la política electoral estadounidense ya no están esculpidos en piedra.

-¿Según tú las presidenciales de Estados Unidos fueron un circo?
-La composición, aún en marcha de lo que será la administración Trump marca el camino de lo que va a ser la nueva agenda económica estadounidense: bajada de impuestos a la clase media, desmontar la ley Dodd-Frank que buscaba articular cierta regulación sobre los grandes emporios financieros tras la crisis subprime y una nueva etapa proteccionismo que conllevará algunas guerras comerciales con otros países y bloques regionales. Dentro del patio de comedias en que se ha convertido la política gringa podemos ver en la actualidad como Goldman Sachs, uno de los bancos más importante del planeta, ha pasado de ser el más odioso aliado de Hillary Clinton a convertirse en una de las canteras de lo que será el nuevo gobierno de Trump. En resumen, mientras durante la campaña electoral Trump acusaba a la candidata del Partido Demócrata de favorecer a las grandes empresas y a las mafias de Wall Street en detrimento de las medianas y pequeñas compañías, a la hora de la verdad vemos como la nueva administración no significará más que una vuelta al liberalismo económico clásico, nada nuevo en Estados Unidos, aunque eso sí, ahora con cierto énfasis en el nacionalismo comercial.

-¿No generará un caos económico mundial una nueva era de aislacionismo comercial estadounidense?
-La teoría del caos tiene un carácter multidisciplinar y genera conductas complejas e impredecibles pero que derivan en ecuaciones o algoritmos bien definidos matemáticamente. Estados Unidos ha aplicado políticas proteccionistas desde los orígenes de su historia y para el subconsciente colectivo de sus ciudadanos, fueron los altos aranceles establecidos durante el siglo XIX los que permitieron su revolución industrial y eje motriz que les convirtió en potencia mundial. En este sentido el discurso de Donald Trump ha sido de corte clásico y eso de hacer a “América grande otra vez” se resumen en un imaginario de protección de industrias consideradas estratégicas, desarrollo de industrias emergentes, fomento de la reindustrialización y vuelta de las empresas en el exterior con el consiguiente crecimiento del empleo nacional. En definitiva y siguiendo las simplistas tesis trumpianas, bastaría con repetir esa política para conseguir los mismos efectos en el actual momento de globalización económica.

El caos al que haces referencia no creo que vaya a derivar de las políticas de Trump, sino que más bien serán el fruto del desequilibrio económico actualmente existente en el sistema mundo. Desde la crisis del 2008 estamos asistiendo a un aumento imparable de la deuda global, hablamos de un monto aproximado a 200 billones de dólares, tres veces el tamaño de la economía global. Sin embargo, la capacidad de endeudamiento en las economías capitalistas están vinculadas a sus niveles de competitividad y crecimiento, ambos indicadores en cuestión en la economía global en su momento actual.

¿-Y China?
-Pues China más de lo mismo. Su economía representa el 17% de la economía global y su deuda total china, la pública más la privada, alcanza ya cuotas del 270% de su PIB. El endeudamiento privado chino, sostenido en muchos casos por más de seis mil bancos subterráneos cuyos préstamos ocultos no forman parte de los balances de préstamos del sistema financiero convencional, se eleva a unos dos billones de dólares, es decir, cinco veces más que el volumen de préstamos de alto riesgo que tenía Estados Unidos al comienzo de la crisis subprime.

-¿Cambiarán las tendencias en la geopolítica estratégica mundial tras la elección de Trump?
-Eso ya es un hecho ¿no te parece una novedad que un presidente estadounidense haya sido elegido con el apoyo indirecto de Rusia o de WikiLeaks?

-Cambiando de tema y yendo a cuestiones más cercanas. ¿El deterioro de los gobiernos progresistas en América Latina, el estancamiento electoral de Podemos en España o el giro del gobierno de Tsipras en Grecia vienen a significar una nueva crisis de la izquierda?
-Según Eric Hobsbawm, la caída del muro de Berlín es el fin de un ciclo histórico que comenzó en el siglo XVIII y que él definió como un ciclo de revoluciones. A partir de entonces se intentó imponer una lógica ideológica que devenía en que el desarrollo armonioso del capitalismo y la continuidad de ese concepto difuso definido como desarrollo, intentándose justificar que el capitalismo era de provecho para el interés general y que dicha interpretación se sustenta en base a la abundancia y la felicidad basada en el consumismo.

Con excepción del neozapatismo y otras experiencias de carácter muy local, las izquierdas del siglo XXI no han cuestionado los pilares básicos del sistema económico existente, sino más bien intentaron dulcificarlo. Conviene entender de que estamos hablando cuando hablamos de sistema, un sistema es una agrupación de elementos en interacción dinámica organizados en función de un objetivo. Teniendo en cuenta que en el sistema capitalista se basa sobre la cultura del dinero y sus objetivos son la acumulación de plusvalía, lo que equivale a decir en el mundo actual que su valor fundamental es la codicia, cualquier tesis basada en la racionalidad de dicho sistema es una falacia. El capitalismo actual es depredador y no tiene posibilidad de expresar rostros amables. Como indica Immanuel Wallerstein, el capitalismo es un sistema que como todos los sistemas tiene una vida no eterna, pasando por tres fases: creación, desarrollo y declive. Viendo la situación actual del sistema mundo es fácil dilucidar que estamos en su fase final, la cual dentro de una agonía prolongada demuestra que ha alcanzado los límites de su capacidad de adaptación. Esto es una novedad y a diferencia de anteriores crisis cíclicas del capitalismo, en la actualidad que la salida de la última crisis tiene un ritmo de crecimiento muy inferior al existente antes del 2008, mientras se mantiene un incremento permanente de la desigualdad social y una tendencia generalizada al desempleo elevado.

Sin embargo, los planteamientos estandarizados en oposición al capitalismo son entendidos hoy por parte de la población como regresivos. Reivindicar el Estado control o el nacionalismo económico en el ámbito de la globalización aparecen ante las sociedades como una incoherencia y vienen a demostrar nuestras carencias a la hora de esbozar modelos alternativos al sistema capitalista. Considero que al igual que las revoluciones científicas se caracterizan por un cambio de paradigma, entendiendo por tal, el conjunto de verdades aceptadas por la comunidad científica, se hace necesario hoy que las izquierdas revisen gran parte de sus teorías. Necesitamos transformar nuestro concepto actual de la tecnología, la propiedad y el trabajo. Estas revoluciones suponen el derrocamiento de conceptos e ideas obsoletas, pero lamentablemente y volviendo a Hobsbawm, no estamos viviendo una era de revoluciones más allá de algunos eslóganes diseñados desde los aparatos de propaganda de algunos gobiernos autodefinidos como progresistas en América Latina.

-Tu que has asesorado en otros momentos gobiernos de izquierda has sido muy crítico con las políticas económicas que podríamos definir de corte neokeynesiano aplicadas por los gobierno progresistas latinoamericanos. ¿No consideras un avance la irrupción de estos gobiernos progresistas en América Latina?
-Dado que formulas la pregunta así empezaré por indicarte que tengo escaso interés en las formulaciones socioeconómicas keynesianas. Keynes fue ese señor que en una Escuela de Verano liberal realizada en Cambridge en 1925 dijo aquello de que “puedo estar influido por lo que estimo que es justicia y buen sentido, pero la lucha de clases me encontrará del lado de la burguesía educada”. Como comprenderás tal aserto tiene poco que ver con mis convicciones ideológicas. Respecto a América Latina su influencia fue importante sobre un grupo de pensadores estructuralistas que plantearon a partir de mediados del siglo pasado que no podía existir industrialización y por ende políticas de sustitución de importaciones, sin la conformación de un Estado moderno fuerte con capacidad de intervención en la economía. De igual manera consideraban que tampoco se podía redistribuir la renta ni planificar las inversiones extranjeras necesarias en esa etapa inicial de industrialización sin ese Estado moderno.

Sin embargo, los llamados gobiernos progresistas de la actualidad lo que han hecho ha sido reprimarizar sus economías. Los países progresistas con constituciones posneoliberales que reconocen el vanguardista concepto de los derechos de la naturaleza, caso de Bolivia y Ecuador, son los países que más se han reprimarizado en el subcontinente y un país como Brasil, el que más industrializado estaba de la región, ha perdido hasta un 20% de cuota industrial durante su período progresista. En el caso de Venezuela la situación es para llorar, tras 17 años de gobierno bolivariano el indicador de dependencia económica respecto al crudo es del 96%. En definitiva, fueron más industrializadores los llamados gobiernos populistas de antaño que los de ahora en América Latina. La tesis demuestra que el discurso soberanista emprendido durante estos años en la región tiene más de electoralista que de real, pues somos más dependientes ahora de las necesidades del capitalismo global que antes. Rememorando a Jung, podríamos decir que se primó el pensamiento fantaseo, ese que se aparta de la realidad liberando tendencias subjetivas y que es improductivo, sobre otro tipo de pensamiento más laborioso, que requiere un esfuerzo muchas veces agotador pero que adapta la realidad y procura obrar sobre ella.

Si uno analiza los datos relativos al uso del excedente por parte de los gobiernos progresistas latinoamericanos durante el boom de los commodities lo que veremos es que se priorizó el gasto en detrimento del uso productivo o la acumulación de capital productivo en forma de inversión. No hay avances significativos en relación al volumen de excedente de los que se gozó durante esta década respecto al tan cacareado cambio de matriz productiva en la región ni tampoco respecto a cambio de la matriz de acumulación heredada del neoliberalismo. Lo que hubo fue un reinstitucionalización del Estado, la aplicación de medidas compensatorias como eje de las nuevas gobernabilidades, el modelo extractivo de producción y exportación de commodities como base de la economía y la realización de grandes megaproyectos de infraestructura. Es sobre este esquema sobre el que se articuló el eje de la legitimidad de estos gobiernos. Cuando concluye en período de bonanza y por lo tanto mengua el excedente, los indicadores sociales logrados en estos países comienzan a deteriorarse de forma acelerada, la deuda externa vuelve a crecer y sus gobiernos entran en una crisis de legitimidad social. No se tocó en lo más mínimo los pilares de un modelo que ha sostenido durante siglos la desigualdad social.La consecuencia de todo esto es clara: América Latina pudo ser un laboratorio de nuevas experiencias enfocadas a la construcción de alternativas a un sistema ya insostenible para el que hasta el marxismo muestra notables carencias. El propio Marx obvió en su ley del valor, por razones entendibles para su época, el costo ambiental de la producción capitalista y el concepto de desarrollo. Concepto este en el que también creyeron los regímenes del socialismo real de antaño y los llamados socialismos del siglo XXI de ahora. Sin embargo hoy, fruto del fracaso a la hora de desarrollar alternativas en ambos conceptos por parte de estos gobiernos, el interés político global de la región ha perdido muchos enteros por parte de quienes buscamos alternativas a un mundo cada vez en mayor decadencia.
-¿Faltó inteligenssia estratégica en los gobiernos progresistas?
-Decía Piaget que la inteligencia sólo se organiza por su funcionamiento y en lo que tiene que ver con el funcionar, la inteligencia estratégica y planificadora latinoamericana ha funcionado poco más allá de sus rimbombantes discursos. Fruto de ello en la actualidad vivimos el estancamiento del proceso de integración regional y un nuevo reordenamiento geopolítico en la región que supone un re-empoderamiento de los sectores más reaccionarios en el subcontinente. En todo caso lo que faltó y sigue faltando en los países que aún se abanderan bajo el paraguas del progresismo es voluntad para transformar, coherencia política con los procesos que hicieron factibles el acumulado para que estos partidos políticos llegaran al poder y valentía para enfrentar a los grupos de poder nacionales y extranjeros. En el fondo esto es normal, pues si analizamos la historia encontraremos muy pocas experiencias de transformación del Estado desde el propio Estado. Los Estados, más allá de quienes los gobiernen, han seguido siendo herramientas de dominación y control social al servicio de élites determinadas y nuevas castas burocráticas que gozan de privilegios de los que no gozan sus gobernados.

-¿Que hacemos entonces con el Estado?
-Ufff, vaya preguntita… Fíjate si el debate sobre el Estado es viejo y aún sin solucionar que cuando Kropotkin deseaba demostrar lo que él consideraba corrupción moral de la revolución francesa, explicaba cómo Robespierre, Danton, los jacobinos y hebertistas pasaron de ser revolucionarios a hombres de Estado. En todo caso y volviendo al mundo de hoy, la imagen actual de los Estados es el fruto de un concepto de conceptualización por parte de los ciudadanos receptores que metabolizan un conjunto de inputs comunicacionales transmitidos desde esa institucionalidad, pero que como en todo proceso de conceptualización y formación de imagen, los receptores contribuyen decisivamente en lo que al resultado final de refiere. En ese barullo de frase que te acabo de soltar hay una crisis, pues podemos observar como los procesos políticos más interesantes que hemos vivido en los últimos años en el planeta han estado muy alejados de conducciones partidistas y se han manifestado en confrontación con el Estado. Estoy hablando de las primaveras árabes; del movimiento de indignados en el Estado español; de los Occupy de Wall Street, Londres o Hong Kong; del Nuit debout parisino; o de la referencia latinoamericana más próxima a estos procesos, las movilizaciones de junio del 2013 en Brasil. En el trasfondo de todas estas experiencias está un cuestionamiento a la política institucional y a las lógicas de democracia representativa sobre la que se sustenta el actual concepto de Estado.

Lo que sí esta claro es que cualquier proceso de transformación social en este planeta debe pasar por la transformación del Estado. Hay que reinventar el modelo de Estado y verás que el marxismo original desarrolló como tesis una idea olvidada por las izquierdas respecto a necesidad de autodestrucción de la burocracia estatal en el socialismo. En la Comuna de París se instituyó un cuerpo de funcionarios electos que podían ser destituidos en cualquier momento por petición de sus electores y donde ninguno de ellos podía ganar más que un obrero corriente. Era una lógica cuyo objetivo se basaba en eliminar cualquier posibilidad de construcción de castas políticas y/o gubernamentales, a la par que un cuestionamiento a la jerarquía que se determina en cualquier Estado. Bueno de todo aquellos debates del pasado al día de hoy sólo queda en las izquierdas institucionalizadas el debate sobre como llegar al Estado, lo cual produce una gran tristeza intelectual, pues es entender que el Estado se transforma tan solo sustituyendo a unos altos funcionarios por otros de talante más progresista y con disciplina partidista. Más allá de la imagen-ficción propiciada por los intelectuales latinoamericanos al servicio de los regímenes progresistas y destinadas a esconder las verdades reales, transformar el Estado sigue siendo un debate pendiente en las izquierdas contemporáneas. Nada surge por generación espontánea, de hecho Pasteur refutó la teoría de la generación espontánea hace casi dos siglos atrás, par a transformar el Estado hace falta una hoja de ruta que conscientemente las izquierdas mayoritarias ignoran.


Fuente original: https://www.aldhea.org/decio-machado-el-capitalismo-ha-alcanzado-sus-limites-respecto-a-su-capacidad-de-adaptacion/

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