Se puede dudar de todo en la vida, salvo de una cosa: nadie puede escaparse de la muerte. Pese a ello,otorgar testamento todavía no se ha convertido en una práctica habitual en España. Aunque los datos apunten a un alza, el crecimiento es pausado: de acuerdo con el Centro de Información Estadística del Notariado (CIEN), en 2015 se registraron 635.646 actos, un alza del 3% en comparación con el año anterior y un 11% más con respecto a 2009. Una cifra exigua si se compara con los 17 millones de mayores de 50 años que residen en el país.
Evidentemente, a los 50 años la muerte no es inminente —aún menos en España, uno de los países con la esperanza de vida más alta del mundo—. Pero sí es cuando la gente empieza a preocuparse por su porvenir “y a preguntar qué hacer”, asegura Ignasi Vives, abogado en eldespacho Sanahuja-Miranda, sobre todo si tiene hijos y propiedades.
Valentín B. es uno de ellos. Este hombre de 56 años, casado, con una hipoteca y tres hijos —dos de ellos menores de edad—, cumple a rajatabla con el perfil del neotestador. Depositó sus últimas voluntades ante notario en 2011, a raíz de la muerte de su padre. ¿La razón? Salvaguardar la vida familiar. “Si no, todo es un lío”, dice. Porque si el titular no decide, en vida, cómo distribuir su patrimonio cuando fallezca, el reparto se hace según lo que dicta la ley. Y puede que el criterio que sigue no coincida con lo que hubiéramos querido.
Por qué hacer testamento
“Aconsejo hacer testamento por una razón muy clara: es la única manera para disponer realmente de lo que se tiene”, zanja Teresa de la Fuente, decana del Colegio Notarial de Castilla-León. En caso contrario, se hace una declaración de herederos ante notario y se aplica el orden sucesorio establecido por el Código Civil. Según su jerarquía, si hay hijos y descendientes, estos lo heredan todo. En su ausencia, les tocaría a los padres y ascendientes, y solo si no hubiera ningún familiar que se pudiese adscribir a una de estas categorías heredaría el cónyuge. Si tampoco existiera marido o mujer, entonces subintrarían los colaterales (desde hermanos a primos o sobrinos) hasta el cuarto grado y,en última instancia, el Estado.
Da igual qué relación tuviera el fallecido con los herederos. El derecho no entiende de sentimientos, y quien sale más perjudicado por este esquema por defecto es el cónyuge. “Si hay hijos, va todo a ellos en partes iguales y el cónyuge solo tiene el usufructo de un tercio de la herencia [además de la mitad de los bienes gananciales, si estaban casados en este régimen, dado que ya le pertenecían en vida]; si no hay hijos, los padres o ascendientes reciben la herencia y el cónyuge tiene el usufructo de la mitad”, desglosa José Corral, decano del Colegio Notarial de Cantabria. “Y si no hay matrimonio, el testamento es obligatorio, porque la pareja no hereda nada”.
Por esta asimetría en el trato del cónyuge, el testamento más común es el que se conoce como del uno para el otro, y después para los hijos. Con esta fórmula, cada uno otorga testamento y atribuye al otro el usufructo universal de sus bienes: el viudo o viuda seguirá disfrutando del patrimonio del difunto —que no podrá vender sin el consentimiento de los hijos—, y solo cuando fallezca los hijos recibirán su parte. “El 95% de los testamentos se hace por eso”, dice Corral.
Este es también el caso de Valentín. “Nunca se sabe lo que puede pasar”, espeta. Asimismo, aprovechó del testamento para dejar solucionados otros asuntos relevantes, los que van más allá del aspecto puramente económico: designó un tutor para sus hijos, por si también falleciera su mujer. “Incluso se pueden nombrar albaceas y reconocer hijos”, enumera de la Fuente. Y si a posteriori se quisiera modificar alguna disposición, no habría ningún problema. Francisco Rosales, notario en Alcalá de Guadaíra (Sevilla), recuerda que el testamento es solo “una presunta última voluntad, que se puede cambiar cuando y cuantas veces uno quiera”. Lo que sí es obligatorio es otorgarlo conforme a la ley: aunque se pueda, en parte, intervenir en el orden sucesorio, no todo vale.
Cómo repartir los bienes
El tipo de testamento más común es el denominado abierto, que se hace en escritura pública ante notario, quien se encarga de conservarlo en total confidencialidad e inscribirlo en el Registro General de Actos de Última Voluntad. Solo hace falta acudir con el DNI y contar cómo se quieren repartir los bienes, sin necesidad de hacer un inventario. “La ventaja es que se recoge la voluntad y se adapta a la ley”, señala de la Fuente. “Por ejemplo, si viene alguien y dice que se lo quiere dejar todo al vecino de enfrente, hay que avisarle de que no se puede”. Por ello, hay que tener particular cuidado con el testamento ológrafo, el que escribe el testador de su puño y letra. “Es una caja bomba que puede crear muchos problemas”, alerta Rosales. Si se opta por esta modalidad, hay que ajustarse perfectamente a la normativa para que nadie lo pueda tumbar.
Se elija la modalidad que sea, el testador nunca tiene completa libertad en el reparto: hay una porción de la que no se puede disponer como se desee. Esta parte se llama legitima y acaba obligatoriamente en las manos de los herederos forzosos, que son los hijos y descendientes, los padres y ascendientes y el cónyuge en este orden de preferencia —salvo excepciones en las Comunidades donde no se aplica el derecho común—.
La cuantía de la legítima varía según quienes sean los herederos forzosos. Si hay hijos o descendientes, su legítima se corresponde a un tercio de la herencia dividida en partes iguales, más otro tercio (el de mejora) que se puede asignar en los porcentajes que uno quiera. Por ejemplo, legarlo todo a un único hijo. El último tercio, el de libre disposición, se puede destinar a quien se quiera y en la cantidad que se desee. Puede ser uno de los herederos, un hermano, el cónyuge o una persona con la que no se tengan vínculos familiares. El cónyuge, en este supuesto, tendrá derecho como mínimo al usufructo de un tercio de la herencia.
“La gente quiere que desaparezca el sistema de legítimas para dejar la herencia a quien se quiera”, asevera Jesús Rodríguez, abogado y profesor titular de derecho civil en laUniversidad Rey Juan Carlos . Pero mientras, por unos 40 euros —el precio más común para un testamento—, puede que merezca la pena sentarse frente al notario y evaluar qué hacer. “Es uno de los documentos que, resolviendo más problemas, menos cuesta”, asegura de la Fuente.
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