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17 de mayo de 2018

Los Estados Unidos de Europa




Fuente: Álex Maroño.
7 mayo, 2018
Álex Maroño
@mronho
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La Unión Europea es única en su especie, a medio camino entre una organización regional tradicional y un Estado. Esta unicidad se debe en parte a su evolución histórica, así como al firme compromiso de sus fundadores de unificar el continente mediante un sistema federal. Un análisis histórico, con especial hincapié en el fracaso del proyecto constitucional de 2004, es imprescindible para comprender la dirección a la que se dirige la organización, si es que, como muchos plantean, tiene alguna.

“No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional. Son demasiado pequeños para asegurar a sus pueblos la prosperidad y los avances sociales indispensables. Ello exige que se agrupen en una federación o ‘entidad europea’ que los convierta en una unidad económica común”. Tal y como defendía en 1943 Jean Monnet, uno de los padres de lo que sería la Unión Europea, el futuro del continente dependía en su totalidad de la progresiva integración de los países que lo conformaban. Es así como Bélgica, Francia, Alemania Occidental, Italia, Países Bajos y Luxemburgo cederían parte de sus competencias a la Alta Autoridad de la CECA (Comunidad Europea del Carbón y del Acero) con el Tratado de París de 1951.

La progresiva integración económica, política y social de la Comunidad Europea parecía imparable tras la sucesión de numerosos tratados —Maastricht (1992), Ámsterdam (1997), Niza (2001)—. El mayor varapalo ocurrió, sin embargo, en la capital de uno de los países fundadores, Roma, donde se firmó la fallida Constitución Europea. Tras unos años de “período de reflexión”, el espíritu europeo se recuperó con el Tratado de Lisboa, pero el precedente de la Constitución parecía marchitar el sueño de alcanzar unos “Estados Unidos de Europa”, como defendía Winston Churchill, uno de sus promotores.
¿Única en su especie?

El proyecto de integración europeo ha sido definido como sui generis, incomparable a ninguna otra organización regional, como la Organización de Estados Americanos o la Unión Africana. Los motivos de su unicidad son variados, pero dos deben ser destacados por encima de los demás: la amenaza geopolítica y la importancia del llamado efecto derrame.

Tal como predijo el politólogo William Riker, la existencia de amenazas internas y externas constituye uno de los elementos imprescindibles para la creación de una federación, y desde este ángulo se puede analizar el germen del proceso europeo. El peligro interno de una más que posible Tercera Guerra Mundial entre Francia y Alemania hizo que surgieran “iniciativas que deberían hacer la guerra entre ambos bandos imposible”. Por otro lado, la amenaza externa venía representada por el gigante soviético, cuyos misiles dirigidos hacia Estados Unidos se encontraban demasiado próximos a Europa Occidental. El comienzo de la Guerra Fría forzó así a Italia, Alemania Occidental, Francia, Bélgica, Países Bajos y Luxemburgo a integrarse para contrarrestar el poder de la influencia soviética sobre la región.
Proceso de ampliación de la UE.

En cuanto al efecto derrame, por el cual la inicial integración económica en determinadas áreas —carbón y acero— progresivamente se ampliaría a otros ámbitos, se encuentra intrínsecamente unido al razonamiento de Monnet. A pesar de haber sufrido una crisis tras la “política de silla vacía” auspiciada por el presidente De Gaulle, la teoría del efecto derrame ayuda a entender la unificación del continente. Dicho efecto explica la progresiva incorporación de nuevas competencias al mando comunitario como agricultura o pesca, así como la sucesiva síntesis en nuevas áreas: política, judicial o legal.

Para ampliar: The Uniting of Europe: Political, Social and Economic Forces 1950-1957, Ernst B. Haas, 1958

Ambos motivos son fundamentales para entender la evolución histórica de la Unión Europea, cuyas características son diferentes a las de cualquier organización internacional, del mismo modo que a las de cualquier Estado soberano tradicional. La integración comenzó en 1951 con el Tratado de París, enmendado en Roma en 1957, lo que dio lugar a las llamadas comunidades europeas tras la creación de la Comunidad Económica Europea y la Comunidad Europea de la Energía Atómica, que se unieron a la ya existente CECA.

Tras la adopción del Tratado de Roma, el grupo comunitario comenzó a ganar peso a nivel regional, especialmente visible con el fin de la política de silla vacía tras el compromiso de Luxemburgo, lo que llevó a su primera expansión con la adhesión de Reino Unido, Irlanda y Dinamarca en 1973. El sueño europeo parecía no tener fin y, poco a poco, diferentes países una vez enfrentados entre sí comenzaron a decir adiós a su independencia nacional y abrazar los valores comunitarios. El Tratado de Maastricht, creador de la actual Unión Europea, fue la materialización de ese sueño, un “proceso sin paralelos en la Historia contemporánea”, en palabras del presidente portugués Cavaco Silva. El Tratado de Ámsterdam de 1997 fue la continuación de ese proyecto llamado Europa, que por primera vez introdujo en su acervo comunitario la progresiva eliminación de fronteras internas con la adopción del Acuerdo de Schengen.

Para ampliar: The ABC of European Union Law, Klaus-Dieter Borchardt, 2010

La introducción del euro como moneda común en 2002, así como la gran ampliación de 2004 —diez nuevos países entraron en un grupo formado hasta la fecha por quince—, tuvo un gran impacto para los más eurófilos, que veían la posibilidad real de transformar la Unión Europea en un verdadero sistema federal, tal y como Churchill defendía. De haberlo conseguido, la Unión Europea habría cumplido la profecía que predicaba el fin del sistema westfaliano de Estado soberano tras ceder los países progresivamente su independencia de forma pacífica a un ente supranacional y comenzar así una nueva etapa en la Historia.

Sin embargo, a la Unión Europea le faltaba un documento que integrase de forma unitaria todo el cuerpo legal construido a lo largo de los años y que marcase de forma simbólica el inicio de una nueva época, al estilo de la Convención de Filadelfia de 1787, artífice de la Constitución estadounidense. La Convención sobre el futuro de Europa fue la encargada de redactar la llamada Constitución Europea y Bruselas se convirtió en la Filadelfia comunitaria. El documento constitucional fue finalmente firmado en la capital italiana en 2004, con numerosos cambios de gran importancia para la región. Uno de los más relevantes —especialmente criticado por Reino Unido— es la adopción de la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE como figura vinculante de obligado cumplimiento, ya que pone de manifiesto el compromiso social de la Unión, hasta ahora centrada en el plano político y económico. Otro de los cambios introducidos por la Constitución fue el reconocimiento de iure de la personalidad jurídica de la UE, que le permitía la ratificación de tratados internacionales como si de un Estado al uso se tratase.

Para ampliar: “The European Constitution in the making”, Kimmo Kiljunen, 2004

A pesar de la marea integracionista y federal, la Constitución Europea quedó en papel mojado debido a la negativa de los ciudadanos franceses y neerlandeses al documento tras ser consultados en un referéndum. Esta decisión fue un jarro de agua fría para aquellos que consideraban el momento como un punto de inflexión histórico en la política mundial. También acalló las voces que hablaban de un punto de no retorno en la estructura comunitaria como sistema federal. La idea de los Estados Unidos de Europa quedaba relegada a un segundo plano tras el rechazo social a la Constitución, lo que planteaba diversas cuestiones tan significativas como hacia dónde se dirigía el sueño comunitario.La formación de la Unión Europea.
Una Europa sin Constitución

La primera conclusión que se interpretó de la negativa franco-neerlandesa al proyecto comunitario fue que los ciudadanos comunitarios no creían en la idea de Europa. Tras descartar el tratado constitucional, comenzó un período de reflexión en el que se debatió sobre los diferentes escenarios pos-2004, sobre cómo construir una Unión Europea inclusiva y representativa. Dicho período contó con diferentes iniciativas por parte de los Estados miembros, como apoyar la mejora de iniciativas gubernamentales en temas relacionados con la UE u organizar conferencias y consultas ciudadanas, como hizo Austria.

La etapa de meditación concluyó con la presidencia de Alemania del Consejo de la Unión, más concretamente el 17 de enero de 2007. La canciller alemana Ángela Merkel, en un discurso ante el Parlamento Europeo, proclamó que la fase de reflexión había terminado y abrió así la puerta a un nuevo tratado, que finalmente fue firmado en la capital lusa. El Tratado de Lisboa está formado por dos documentos jurídicos, el Tratado de la Unión Europea y el Tratado de Funcionamiento de la Unión, lo cual constituye una clara diferencia con la Constitución, compuesta únicamente por un solo documento. Desde la perspectiva institucional, Lisboa trata de otorgar mayor legitimidad democrática al proceso de unificación con el objetivo de conseguir un mayor apoyo ciudadano. El Parlamento, pues, gana peso en la toma de decisiones y elige, tras la aprobación del documento, al presidente de la Comisión, cargo actualmente ocupado por Jean-Claude Juncker. Con el objetivo de fortalecer la democracia institucional, el Parlamento también obtiene mayores poderes en el proceso de codecisión con la Comisión, que no podrá adoptar normas opuestas a las del órgano ciudadano.

Para ampliar: “The Treaty of Lisbon”, Roberta Panizza, Parlamento Europeo, 2018

Junto con el Parlamento, también han sufrido numerosos cambios la Comisión, el Consejo o el Tribunal de Justicia con el objetivo de convertir la Unión en una organización más eficiente y capaz de dar respuesta a las amenazas del siglo XXI —cambio climático, terrorismo transnacional…—. Pese a dichas reformas, el tratado tiene como objetivo principal la protección de los derechos de los ciudadanos comunitarios, por lo que —como habría hecho la Constitución— otorga carácter vinculante a la Carta de los Derechos Fundamentales de la UE.Método de ratificación del Tratado de Lisboa. El color verde —Irlanda— representa el referéndum, mientras que el azul simboliza la ratificación por proceso parlamentario. Fuente: Wikimedia

Si bien el compromiso social de la UE queda patente con dichas reformas, la respuesta ciudadana demostró no estar plenamente de acuerdo con los planteamientos de Bruselas. En el proceso de ratificación, Irlanda fue el único estado que tuvo que someter el texto legal a referéndum, y este fue rechazado por los ciudadanos en un 53,4%, sobre un total de participación del 53,1%. La realización de un segundo referéndum con una clara mayoría a favor —67,1% con una tasa de participación del 58%— permitía un respiro a los eurócratas al asegurar el futuro comunitario a medio plazo.

Tras la decisión favorable de Irlanda, el Tratado de Lisboa entra en vigor el 1 de diciembre de 2009, lo que proporciona un nuevo marco jurídico y un impulso legal a la Unión, con una clara hoja de ruta sobre la cual estructurar las necesidades y retos del futuro. La adhesión de Croacia en 2013, una de las repúblicas que formaban la federación yugoslava, muestra el claro interés comunitario por la continua expansión oriental. Es por ello por lo que países como Albania, Serbia, Montenegro o la Antigua República Yugoslava de Macedonia son cuatro de los cinco candidatos oficiales a Estados miembros. El candidato restante es Turquía, cuya aspiración de acceder al club comunitario data de 1987, aunque las conversaciones sobre la negociación comenzaron en 2005. Este afán por ingresar en el club regional demuestra que, a pesar del fracaso constitucional, la Unión Europea consiguió retomar el proyecto comunitario con el Tratado de Lisboa y acallar las voces que auguraban su deceso. A pesar de ello, a la luz de los últimos acontecimientos, muchos ciudadanos comunitarios comienzan a preguntarse de nuevo si Europa vuelve a encontrarse sin rumbo, a la deriva en un océano de incertidumbre, lastrada por un repliegue nacionalista.
Un futuro europeo entre el fracaso y el éxito

El Tratado de Lisboa no solo introdujo los elementos necesarios para asegurar la futura cohesión de la Unión; también incluyó el componente necesario para su ruptura: el artículo 50. Este precepto fue puesto en funcionamiento a petición de Reino Unido, lo que ha abierto una crisis europea sin precedentes debido a que las anteriores secesiones —Argelia, Groenlandia y San Bartolomé— eran territorios, no Estados de pleno derecho. Pese al reciente compromiso entre los socios comunitarios y el Reino Unido, las negociaciones se plantean arduas, por lo que es difícil predecir qué ocurrirá tras el cierre del capítulo del brexit.

Para ampliar: “Brexit, una cuestión de identidad”, Astrid Portero en El Orden Mundial, 2018

El principal defensor de una refundación del proyecto es el eje franco-alemán, donde cabe destacar el gran impulso de Macron como líder europeo, en especial gracias a la mayoría parlamentaria en su país de origen. El presidente galo aboga por la creación de un ministro europeo de Finanzas, un presupuesto comunitario para la eurozona y un organismo encargado de supervisar la política económica del bloque. Pese a diferencias internas entre ambos Estados, Francia y Alemania están de acuerdo en la necesidad de reforma de la eurozona, así como la obligación de compromiso activo con la Unión Europea —de especial relevancia para el Partido Socialista Alemán al garantizar su apoyo a la canciller—.

Más allá de las grandes dudas que genera la llamada del socialista alemán Martin Schulz a construir los Estados Unidos de Europa para 2025, lo cierto es que hasta ahora las fuerzas nacionalistas euroescépticas, como el Frente Nacional o Alternativa para Alemania, no han conseguido alcanzar el poder, lo que garantiza la supervivencia del proyecto comunitario. Las elecciones de Italia suponen un claro avance de las políticas contrarias a una mayor integración, pero en un país caracterizado por una alta inestabilidad política —64 Gobiernos en 70 años— los análisis políticos deben ser realizados con cautela. 70 años después de la CECA, el eje franco-alemán resulta de nuevo indispensable para comprender el futuro de la Unión, así como su convulso presente, que muestra la necesidad de un liderazgo sólido, materializado por la buena sintonía de Macron y Merkel. Con los apoyos del resto de países, puede llevar a la progresiva construcción de una Unión Europea ensamblada en la que, con suerte, los ciudadanos comunitarios se sientan representados e identificados. Una Unión cada vez más federal, anclada de verdad en los valores que la conforman y realmente unida en la diversidad con el firme compromiso de alcanzar el sueño de unos Estados Unidos de Europa.

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