La izquierda en Cataluña, reflexión a partir del voto (IV)
Ascenso y frenazo de la izquierda independentista ¿independencia y unidad popular?
José Luis Martín Ramos
Rebelión
Mientras el nacionalismo mayoritario -el hegemónico, el que representó Convergència Democràtica de Catalunya y Esquerra Republicana- se adaptó al sistema constitucional bajo el paraguas del soberanismo pragmático, fuera el del “peix al cove” o el avance progresivo hacia la conquista de la mayoría social, un sector minoritario levantó desde el primer momento la bandera de la ruptura independentista, rechazó la integración en el sistema o su absorción por él. La independencia formó parte del horizonte emocional del primero, una aspiración irrenunciable por principio pero no realizable de manera activa en el presente; concebible acaso en un futuro indeterminado, en el horizonte de una hipotética Europa de las patrias o del colapso del “estado español”, históricamente minimizado y despreciado por artificial e inevitablemente ineficiente por el nacionalismo, desde los tiempos de Prat de La Riba.
Era implícitamente independentista, pero no de manera explícita, no activa políticamente. Hasta que la experiencia del Tripartito alentó en ERC una doble esperanza: de un salto de apoyo con la conquista de la mayoría social, de entrada parecía que estaba llevando al PSC a su terreno; y de posibilidad de confirmación de la hipótesis de transición política-jurídica a la independencia, sobre la base de la generación de un conflicto de legitimidad entre una decisión de autodeterminación -considerada soberana a todos los efectos- del Parlament de Cataluña y la legalidad española, cuya constitución otorga la soberanía al pueblo español en su conjunto. La tesis fue expuesta por escrito por Héctor López Bofill en 2004: aunque de hecho había sido impuesta su primera aplicación en la práctica cuando los miembros del Tripartito juraron en su cargo acatar las leyes, sin hacer una referencia explícita a la constitución. Del autonomismo (calificado por Jordi Porta como “enfermedad senil del catalanismo” en el prólogo al libro de Roger Buch, L’esquerra independentista avui, Columna, 2007) se saltaría al independentismo, gracias a esa suma insuperable de mayoría social y confrontación de legitimidades supuestamente iguales y antagónicas. La crisis del Tripartito, su derrota en 2010 con un importante retroceso no solo de los socialistas –que no retuvieron más que la mitad de los votos de 2003- sino aún mayor de ERC –que solo mantuvo el 40%- llevó a éste partido a un cambio de liderazgo, con Oriol Junqueras y, sobre todo, de táctica para la conquista de la mayoría social, mediante el giro hacia el frente nacional. La crisis económica general y el retorno del PP al gobierno, llevó a CDC –después de fracasar en un intento de renegociar el sistema de financiación- a sumarse a la propuesta del conflicto de legitimidades, alentada por la sobreestimación política de la crisis española y por la creencia de que el estado español, aún sin colapsar, no tendría la suficiente fuerza para impedir la vía “evolucionista” hacia la independencia; también, pero no en primer término, por la presión que empezó a ejercer el escándalo propio de la corrupción institucional (affaire Palau) y personal, en casos limitados pero altamente significativos (familia Pujol;caso Pretoria, en la que estaban implicados Macià Alavedra y Lluís Prenafeta). El frente nacional coaguló, bajo el liderazgo de Convergencia y Artur Mas y se manifestó en las movilizaciones masivas de los once de septiembre; en él, el centro-izquierdismo de ERC de la etapa del Tripartito se diluyó, en un retorno a la asunción del liberalismo económico –realizada ya en las etapas de Barrera y Hortalà-, reforzando esa coagulación. Además, la movilización política nacionalista se amplió, tanto en su polo central –el que suman CDC, y su formación heredera, y ERC- como con el salto político del independentismo explícito, el de la CUP; aunque nunca tanto como para conquistar la mayoría social anhelada, trasmutando el hipotético conflicto de legitimidades en un real conflicto civil interno.
El independentismo explícito, el que nunca aceptó integrarse en el sistema autonómico ni compartió estrategias evolucionistas, ha sido a lo largo de estos cuarenta años una propuesta minoritaria y políticamente marginal, hasta el giro político de CDC y ERC de 2010-2012. Su incorporación a través de la CUP, a las movilizaciones sociales del “proceso” y, desde 2015, a la toma de decisiones políticas de éste, le ha proporcionado una imagen de novedad y de salto rupturista que es matizable en lo primero y ha quedado en evidencia en lo segundo. Su origen y núcleo duro está en el Partit Socialista d’Alliberament Nacional, en sus sucesivas derivas de radicalización ideológica que incorporan una lectura estaliniana de la cuestión nacional, la interpretación parcial y descontextualizada de las posiciones de Lenin sobre la cuestión de la autodeterminación –variables en el tiempo y que obvian siempre las decisiones tomadas a partir de 1917– y las tesis del independentismo bretón y occitano sobre el colonialismo interior; radicalización que, a través de escisiones y reconstrucciones internas, culminan en Terra Lliure, disuelta, y el Moviment de Defensa de la Terra, reconvertido desde 2014 en Poble Lliure, una de las principales formaciones que integran la CUP. Sobre ese eje de continuidad se han venido añadiendo individualidades o pequeños grupos de origen socialista (en la línea de las posiciones de Félix Cucurull), comunista (el Col·lectiu Comunista Català) o católico (el Centre Internacional Escarré per a les Minories Etniques i Nacionals, en el que hoy confluyen posiciones ideológicas de origen diverso, que evidencia en su propia denominación ese origen en el nacionalismo catalán confesional ) y sobre todo grupos juveniles, algunos por identificación y otros por composición generacional, como Maulets, también integrado en Poble Lliure, y Endavant, que compite con esta última formación por el liderazgo de la CUP.
En los primeros años de la transición ese segmento independentista estuvo representado electoralmente por el Bloc d’Esquerres d’Alliberament Nacional, que en las elecciones de 1979 obtuvo 47.000 votos, un 1,6% y por Nacionalistes d’Esquerres, formado al año siguientes en competencia con el BEAN, que consiguió en las primeras autonómicas 45.000, 1,7%, mientras que el BEAN bajó a 14.000, 0,5%. En suma, un máximo de 60.000 votos y poco más del 2%. La presencia electoral del independentismo explícito desapareció durante más veinte años, hasta que la crisis interna de ERC, en 2010, propició la formación de dos candidaturas, Solidaritat Catalana per la Independencia –en la que se integraba el PSAN- con la baza del liderazgo de Joan Laporta, y Reagrupament Independentista, que sumaron algo más de 142.000 votos, el 4,7%, cantidad y porcentaje que podían animar la reactivación de ese segmento. La reactivación no fue, continuación directa de ese pequeño avance ni protagonizada por las coyunturales formaciones que lo protagonizaron, sino como consecuencia del nuevo clima motivado por el paso adelante de Mas y Convergencia secundado por ERC, y protagonizado por la coalición de las Candidatures d’Unitat Popular, presentes en el ámbito local, con participación en las municipales desde 1999 –dispersa y en conjunto débil-, que decidió intervenir en el incipiente proceso de “ruptura con el estado” presentandose a las elecciones catalanas de 2012.
Las CUP invocaba en su denominación la “unidad popular” tal como la concebía y propugnaba Herri Batasuna y reactivaba, en un nueva sintonía, la mímesis con el independentismo radical vasco, presente desde los tiempos del PSAN y sobre todo del PSAN-Provisional; su empatía en la larga etapa de la lucha armada fue esterilizante para el independentismo radical catalán, incapaz de dejar de mirar hacia el País Vasco pero también de desarrollar en Cataluña una estrategia de lucha armada, más allá de acciones de propaganda por el hecho. En el tránsito de siglo del XX al XXI, con el agotamiento de la lucha armada en el País Vasco y la reorientación liderada por Otegui –en la estela del proceso irlandés y de la figura de Gerry Adams- la mímesis empezó a proporcionar iconos asumibles e ilusionantes y la expectativa de aplicación de una política de impulsión revolucionaria desde abajo fundamentado en la ruptura independentista sobre la base de la lucha de masas. Esa mímesis abonó la atracción de sectores juveniles, desalentados no ya por las injusticias sistémicas sino –no sin razones- por las respuestas de las organizaciones tradicionales de la izquierda, incluso de las que se presentaban como revolucionarias o alternativas, para diferenciarse de la deriva liberal de la socialdemocracia. La lucha de los Otegui, o de los Adams, era socialmente asumible; a diferencia de la de los grupos ejecutores del atentado a Hipercor,en 1987, por recordar el que motivó que no pocos en Cataluña se arrepintieran de haber votado a Herri Batasuna en las europeas de aquel año (casi 40.000 lo hicieron). No obstante, esa nueva mímesis tenía un listón alto; Herri Batasuna había obtenido entre 1979 y 1994 entre el 15 y el 18% de los votos en el País Vasco, y tras el fin de la lucha armada y las reconversiones –las decididas para facilitar ese fin y las forzadas por las disposiciones judiciales- Euskal Herria Bildu, saltó en 2012 al 25%, amenazando con disputar al PNV la primacía. Tenía un apoyo social importante, tanto como su consolidad presencia organizada en la sociedad civil.
El estreno de la CUP en las elecciones al Parlament de 2012 registró un avance si se compara con los datos de apoyo obtenidos en las municipales del año anterior; en Barcelona pasó de 11.800 votos en 2011 a algo más de 31.600 (una cuarta parte de lo conseguido por la formación en toda Cataluña). Sobre todo dio un salto institucional al acceder a constituirse en fuerza parlamentaria y pasar a tener una visibilidad general, que le proporcionaba capacidad de competencia en el espacio nacionalista; en particular, frente a ERC, la fuerza en ascenso, que en aquellas elecciones casi recuperó el medio millón de votos y, en cualquier caso, se rehízo de la debacle de dos años atrás. No obstante, bien mirado el porcentaje obtenido por la rupturista CUP, el 3,5%, era inferior al obtenido por la suma de Solidaritat Catalana por la Independencia y Reagrupament Independentista, en 2010, el 4,5%. En votos estas últimas formaciones habían sumado entonces algo más de 142.000 y la CUP 126.400; aunque en Barcelona los 31.600 votos de la candidatura encabezada por David Fernàndez estaban por encima de los 27.700 de los que sumaron Laporta y Carretero (contra una imagen estereotipada, las candidaturas independentistas de 2010 obtuvieron más votos que la CUP en 2012 en los distritos de Las Corts, Sarriá-Sant Gervasi y Eixample; en cambio la mayor diferencia entre ambas a favor de la CUP se producía en los distritos de Nou Barris y Sants-Montjuic –en torno a unos mil votos de diferencia- seguido de Gracia, Horta-Guinardó, Sant Martí, y Sant Andreu – en torno a los setecientos-. Solidaritat por la Independencia se presentó a las elecciones de 2012, fracasando rotundamente al no llegar a los 47.000 votos, y un magro 1,28%. Sumando CUP y SCI el espacio electoral del independentismo explícito se mantenía en términos similares, el 4,8, todavía muy limitado pero ahora con un importante relevo de representación institucional que quedaba en manos de la CUP.
La aceleración política de 2012-2015, que situó a CDC y ERC en ese campo del independentismo explícito, de propuesta de separación unilateral, tuvo para la CUP efectos contradictorios. Por razones de imagen –mejor el original que la copia- y de desconfianza y desgaste de CDC, la CUP creció en presencia activista y en apoyo social; en contrapartida, ese ensanchamiento del independentismo explícito empezó a hipotecar su protagonismo –el liderazgo quedaba aún lejos- en la hipótesis de la ruptura independentista, y a poner en evidencia que el nacionalismo era hegemónico en la reformulación del campo. El efecto positivo fue el, ahora sí, salto electoral de 2015, cuando consiguió 337.800 votos, el 8,2%; de ellos 87.800 -prácticamente el 30% de ellos- en Barcelona. Y un nuevo salto institucional, no ya porque obtuviera 10 diputados sino porque éstos le proporcionaron la clave de la mayoría parlamentaria, en beneficio del proceso independentista impulsado desde CDC y ERC. Una mayoría parlamentaria, empero, que no se correspondía con la mayoría electoral y menos con la social; las tres formaciones del proceso –ya se ha dicho– no solo no crecieron, sino que retrocedieron tres décimas respecto a 2012 –pasaron al 47,5- perdiendo la convocatoria plebiscitaria que habían querido hacer mediante las elecciones al Parlament. Aquella misma noche Antonio Baños hizo reconocimiento público del hecho, pero de inmediato se sobrepuso a ese reconocimiento de la realidad social catalana un cálculo político, una apuesta de forzar la toma de decisiones en base al cómputo parlamentario y no al cómputo de la realidad, extraña por lo que hace a una formación que hacía gala de crítica al parlamentarismo.
Aceptando ese cálculo y confundiendo la estrategia de las alianzas sociales por la táctica de las políticas de coalición, la CUP quedó enredada en la madeja del bloque nacionalista, so capa de tener la llave de la mayoría parlamentaria y aparentar una mayor capacidad de influencia que en la que realidad tenía. La defenestración de Artur Mas y el pressing constante, imprescindible para mantener la autoafirmación, empezó a restarle simpatías dentro del propio campo nacionalista; precisamente cuando el aceleración del proceso, del que fueron participes pero no responsables, dejó en evidencia la ausencia de una mayoría social en favor de la independencia y por el contrario la consolidación de una división, en términos de fractura, que estimuló el crecimiento del nacionalismo contrario, en España desde luego y, lo que es más importante, en Cataluña. La CUP se enrocó y no asumió la tarea de llevar al campo de la ruptura política a los sectores sociales que rechazaban que esta pasara por la independencia, y contentándose con pretender fidelizar en torno a la independencia a quienes ya estaban convencidos de ella. La estrategia de consecución de la independencia mediante la promoción de un conflicto de legitimidades y la subvaloración del estado se demostraron erróneas entre septiembre y octubre de 2017, incluso a pesar de la torpeza del gobierno del PP el 1 de octubre; el desprecio de España como estado artificial tampoco ha soportado la evidencia de que además de estado es una nación y que existe, en singular o compuesta, identidad española también en Cataluña.
La CUP ha salido malparada del último curso del proceso y eso queda demostrado en el golpe electoral sufrido el 21 de diciembre; del que no puede ser explicación, ni consolación, el efecto del voto útil en favor de Puigdemont, que dejaría en evidencia su posición de apéndice del nacionalismo, en el mejor de los casos de pepito grillo, sin que además pueda seguir reivindicando ser el núcleo fundamental del independentismo. Los 185.700 votos han devuelto a la formación al punto de partida, un 4,45%; aparentemente por encima todavía de lo conseguido en 2012, pero menos de lo que entonces sumó el espacio en el que se sitúa en el que todavía estaba SCI, 4,75%. Una parte del voto conseguido en 2012 en los ámbitos del nacionalismo hegemónico – caricaturizando, pero no demasiado, entre ellos los hijos de padres convergentes- han regresado a éste cuando la doctrina de la confrontación de legitimidades se ha sublimado en un icono legitimista, Puigdemont; sin embargo, lo que es más importante y más grave para una formación que se sitúa en la izquierda alternativa es que no ha avanzado ni un pelo – si no ha retrocedido-en los territorios de las clases populares. La segunda mímesis vasca se aleja; y por ahora no hay signos de rectificación, sino de repetición del episodio Baños de 2015.
El análisis oficial de Endavant reconoce que han sido unos malos resultados porque “no hemos podido llegar a nuevos segmentos de electorado situados fuera del bloque independentista” (Endavant, “Valoració dels resultats electorals”, 2 de enero); sin embargo no profundiza en las razones del por qué, las sitúa todas en el terreno de la propaganda (no se ha sabido poner el proyecto propio en el centro del debate, el discurso ha estado demasiado enfocado en “los aspectos democráticos” en perjuicio de los “aspectos materiales” y de la táctica) de la táctica (cierre de filas “monolítico” con el resto del bloque independentista) o simplemente en el de la agitación (no se ha “salido a disputar a Ciudadanos un determinado voto joven, urbano y de clase trabajadora), sin plantearse si su posición independentista/nacionalista, la negación de la legitimidad de la identidad nacional del otro, y el rechazo a una estrategia conjunta con todas las clases populares del estado en su caso que marca la primera instancia de la actuación política revolucionaria, es lo que bloquea su crecimiento. Quizás porque asuman que ese crecimiento es imposible, hoy por hoy, prefieren enrocarse en los 185.700 votos conseguidos para “construir los nuevos pasos”, dándoles a ellos –y no al conjunto de las clases populares y trabajadoras- “instrumentos de encuadramiento, participación y autoorganización”.
Sin tanta pretensión analítica ni orientadora Carles Riera reconoce que “una parte de las clases populares ve el catalanismo como un proyecto elitista que las excluye” (Crític, 21 de enero de 2018). Tergiversa la realidad, lo que las excluye es el proyecto independentista y hasta que éste no oscureció, fagocitándolo, al catalanismo una buena parte de ellas lo respetó y lo apoyó; desde 2012 todo ha sido distinto. Pero sobre todo no saca las consecuencias, atribuyendo esa percepción como fruto de su sujeción al conservadurismo al españolismo, a las derechas…de su falta de evangelización nacional correcta, se diría a la vista del tono de sus palabras. No solo eso, sino que desprecia a los agentes políticos de las clases populares que pueden ser más próximos a ellos, a los Comunes a Podemos; llegando al insulto de calificar a Monedero de autor de discursos falangistas (¡!) y a extenderlo subliminalmente al resto de esas formaciones al quejarse de que tales discursos “falangistas” no son desautorizados. Ese tipo de declaraciones del último primero de la lista electoral, el refugio a los argumentos de la propaganda y la agitación y al ensimismamiento en las bases propias, no auguran un cambio de rumbo de la CUP, que el reconocimiento del retroceso impondría en buena lógica. Y el espectáculo reciente de su adhesión a las maniobras legitimistas de Puigdemont va en dirección contraria al cambio que su retroceso electoral, no insignificante, no carente de significado, les tendría que hacer considerar.
Su concepción de la acción política, de la autoorganización de sí mismo, de la “unidad popular” como producto del crecimiento propio no tiene nada que ver con una verdadera propuesta de unidad popular, frentepopulista; de una política de alianzas sociales que ha de identificar y respetar las diferente identidades nacionales existentes entre las clases populares, y también aceptar los agentes políticos que éstas tienen, como aliados en el campo de la izquierda y fuera de ella no de partida como enemigos. Empeñarse en el objetivo de la independencia es cerrarse el camino hacia la unidad popular real, el único objetivo que hoy pueden compartir todas las clases populares es el del pacto federal, el más amplio y al propio tiempo el más unitario. Mantenerse en los trece parece una reedición de la política comunista de la segunda mitad de los años veinte, del frente único por la base del desprecio de la real política de masas, de la confusión de la política por la propaganda y del vanguardismo que solo concibe “teorías de ofensiva” para avanzar; aquella política no llevó a ningún sitio y la realidad impuso su rectificación.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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15 de febrero de 2018
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