Aun vuestros antiguos profetas comprendieron la naturaleza eterna, sin principio ni fin, la naturaleza circular, del Padre Universal. Dios está literal y eternamente presente en su universo de universos. Él habita el momento presente con toda su majestad absoluta y su eterna grandeza. «El Padre tiene vida en sí mismo, y esta vida es vida eterna». A través de las edades eternas ha sido el Padre quien «da a todos vida». Hay una infinita perfección en la integridad divina. «Yo soy el Señor; yo no cambio». Nuestro conocimiento del universo de universos revela no sólo que él es el Padre de las luces, sino también que en su dirección de los asuntos interplanetarios «no hay variabilidad ni sombra de mutación». Él «declara el fin desde el principio». Él dice: «Mi parecer perdurará; haré todo lo que me complazca» «según el eterno propósito que me propuse en mi Hijo». Así son pues los planes y propósitos de la Primera Fuente y Centro como él mismo: eternos, perfectos y por siempre inmutables.
Hay una finalidad de integridad y una perfección de plenitud en los mandatos del Padre. «Todo lo que Dios hace, será para siempre; nada se le puede agregar ni quitar». El Padre Universal no se arrepiente de sus propósitos originales de sabiduría y perfección. Sus planes son firmes, su parecer inmutable, mientras que sus acciones son divinas e infalibles. «Mil años delante de sus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche». La perfección de la divinidad y la magnitud de la eternidad están por siempre más allá de la plena comprensión de la mente circunscrita del hombre mortal.
Tal vez parezca que las reacciones de un Dios inmutable, en la ejecución de su eterno designio, varían de acuerdo con la actitud cambiante y las mentes volubles de sus inteligencias creadas; es decir, que pueden variar aparente y superficialmente; pero debajo de la superficie y más allá de todas las manifestaciones externas, se mantiene presente el propósito inmutable, el plan sempiterno, del Dios eterno.
Allá en los universos, la perfección ha de ser necesariamente un término relativo, pero en el universo central y especialmente en el Paraíso, la perfección no está diluida; en ciertas fases llega a ser absoluta. Las manifestaciones de la Trinidad varían la exposición de la perfección divina, pero no la atenuan.
La perfección primordial de Dios no consiste en una rectitud asumida sino más bien en la perfección inherente de la bondad de su naturaleza divina. Él es final, completo y perfecto. No hay cosa que falte en la belleza y perfección de su carácter recto. El esquema entero de las existencias vivientes en los mundos del espacio se centra en el propósito divino de elevar a todas las criaturas volitivas al alto destino de la experiencia de compartir la perfección paradisiaca del Padre. Dios no es ni egocéntrico ni aislado; nunca cesa de entregarse a las criaturas autoconscientes del vasto universo de los universos.
Dios es eterna e infinitamente perfecto, no puede personalmente conocer la imperfección como experiencia propia, pero sí comparte la conciencia de la entera experiencia de imperfección de todas las criaturas forcejeantes de los universos evolutivos de todos los Hijos Creadores paradisiacos. El toque personal y liberador del Dios de la perfección sobrecoge el corazón y envuelve la naturaleza de todas esas criaturas mortales que han ascendido al nivel universal de discernimiento moral. De esta manera, así como mediante los contactos de la presencia divina, el Padre Universal participa realmente en la experiencia de la inmadurez y la imperfección en la carrera evolutiva de todos los seres mortales de todo el universo.
Las limitaciones humanas, el mal potencial, no son parte de la naturaleza divina, pero la experiencia mortal con el mal y todas las relaciones del hombre con ello son ciertamente una parte de la autorrealización en constante expansión que tiene Dios en los hijos del tiempo: criaturas de responsabilidad moral que han sido creadas o evolucionadas por cada Hijo Creador que sale del Paraíso.
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