El 12-O, entre la demagogia y la banalización
Gerónimo
Rebelión
Salvo error, quien construyó la primera pila atómica y consiguió la consiguiente pionera reacción nuclear en cadena fue el físico italiano Enrico Fermi. ¿Se le podría considerar en consecuencia culpable de los muertos en Hiroshima y Nagasaki? La asociación entre ambos hechos podría parecer forzada, por diversas razones, que sería prolijo revisar. Ahora bien, no lo es mucho más que los argumentos esgrimidos por sectores soberanistas, y afines, incluyendo la primera edil de Barcelona Ada Colau, en vísperas del 12-O de 2015, al identificarlo con el inicio del supuesto genocidio de los pueblos indígenas americanos. Supongo que este año vamos a tener más de lo mismo, a tenor de la propuesta de la CUP de demoler el monumento a Colón del puerto de Barcelona. Buen comienzo.
Claro que con la iglesia han topado. Los de “Nova Història” han puesto el grito en el cielo, ya que es cosa sabida que “Cristòfor Colom fou català”, como reza un panfleto que circula desde hace ya bastantes años. También peligra la estatura de Antonio López que, como su cuñado Güell, mecenas de Gaudí, hizo fortuna al parecer con el tráfico de esclavos. Pero con Güell no se meten; quizá porque no se llamaba López. Y puestos a hacer, queda pendiente otro monumento de un racista, el del Dr. Robert. Claro que como él lo que intentaba demostrar era que los catalanes eran de una raza superior a la de los españoles, no se le tiene en cuenta.
Veamos. Empecemos por el sustantivo “descubrimiento”. Estoy bastante de acuerdo en que calificar el 12-O así, es en gran medida impropio. De manera más o menos fortuita, debió haber bastantes europeos que cruzaron el Atlántico antes que Colón. O quizá asiáticos por el Pacífico. También es impropio en la medida en que el almirante estaba convencido de haber alcanzado las costas de Cipango (Japón). El verdadero “descubrimiento” fue la evidencia de que la circunferencia terrestre era mucho mayor de lo que se había asumido, ya que la existencia de América alejaba necesariamente Europa de Asia.
Sea cual fuere el tipo de descubrimiento, el resultado fue la colonización de todo un continente por diferentes monarquías europeas, no solo la Hispánica. Y no creo que haya desacuerdo en considerar globalmente el colonialismo como una de las grandes vergüenzas de la historia.
Ahora bien, colonialismo no implica irrevocablemente genocidio sino, en cierta manera, algo totalmente contrario. En principio, al colonialista lo que interesa es sacar el máximo provecho de los recursos naturales, mediante la consiguiente explotación de la mano de obra nativa, sin interés especial en exterminarla. Y cuando esa mano de obra resulta insuficiente, por una u otra causa, se busca otra. Caso típico, el tráfico de esclavos de África a América. Las enfermedades introducidas por los europeos habían mermado considerablemente la población amerindia. Pero no tengo noticias de que en el siglo XVI haya habido Mengeles que les inocularan a los indios la viruela, por ejemplo, para exterminarlos. Las jornadas extenuantes a que estaban sometidos los mineros del Potosí boliviano, por ejemplo, se pueden calificar de crueles y despiadadas, pero no son propiamente un genocidio, en el sentido de cómo se estableció el concepto (voluntad de exterminio), como veremos enseguida.
Otro ejemplo, el “Estado Libre del Congo” de Leopoldo II. El rey de los belgas no estaba interesado en matar negros, sino en sacar el máximo provecho de su trabajo esclavo, para pagarse las francachelas. Asimilar explotación, colonial o no, a genocidio, nos llevaría a calificar también como tal el capitalismo llamado manchesteriano. ¿O es que vamos a ser más laxos al juzgar lo descrito por Engels que lo que denunciaba Bartolomé de las Casas? Que por cierto según “Nova Història” era también catalán y se llamaba Casaus. Sobre Engels, todavía no se han pronunciado.
El error se prolonga cuando se asocia exclusivamente la idea de colonialismo y sus víctimas a pueblos no europeos. Como ha demostrado más de un historiador, los primeros en experimentar las consecuencias de la aventura colonial fueron los europeos, digamos, periféricos.
Veamos el caso inglés. Roma somete a la población celta. Cuando el Imperio retira sus legiones, los anglosajones arrinconan a los celtas en los confines occidentales, Gales y Cornualles. Luego, después de Hastings, son los normandos los que feudalizan el país, desposeyendo a los sajones de sus derechos y propiedades. El sojuzgamiento del espacio celta prosigue en Irlanda.
En el este europeo, son los Caballeros Teutónicos los que colonizan, a costa de los pueblos bálticos y eslavos.
Podemos encontrar situaciones no muy diferentes en nuestro entorno inmediato. Por ejemplo, la expansión mediterránea de la Corona de Aragón, con las “gestas” almogávares en Grecia o la conquista de Cerdeña (¿por qué fue necesario repoblar L’Alguer?). También la Reconquista, en sentido global, tema válido para todas las coronas ibéricas. Un ejemplo.
El 9 de octubre de 1238, Jaime I entraba en Valencia. En realidad la ciudad se había rendido el último día de setiembre. El retraso se debió a la necesidad de expulsar la población musulmana, a fin de distribuir sus hogares entre los conquistadores. ¿Fue mejor o peor la suerte de los musulmanes de las Baleares, muchos de ellos vendidos como esclavos? ¿No se asemeja más esto a lo que hoy llamamos genocidio, que hechos aludidos anteriormente? Será casualidad pero, hasta el momento, nunca he visto que en los círculos nacionalistas cunda el mismo nerviosismo cuando se acerca el citado 9 de octubre, o el 31 de diciembre (conquista de Mallorca), como ocurre en las vísperas del 12-O.
No creo que ningún historiador digno del calificativo acepte simplificar el fenómeno del colonialismo calificándolo de genocidio. Cuestión aparte son determinados hechos puntuales que pueden llegar a calificarse como tal, por características muy específicas. Es el caso de las situaciones de colonización unidas a la introducción de una población ajena, que exige “vaciar” previamente el espacio. Curiosamente, y volviendo al caso americano, los ejemplos más claros de dicho proceder se dieron más claramente después de que se hubiera obtenido la independencia. Un ejemplo sobre el que nos ha ilustrado largamente Hollywood, sería el “Go to West” en los Estados Unidos. Pero hay otros que nos son culturalmente más cercanos. Por ejemplo, Argentina.
La ocupación de las tierras aborígenes del sur, con los consiguientes perjuicios para sus habitantes, comienza no mucho después de la independencia, de la mano de Juan Manuel de Rosas. Culmina con la llamada “campaña del desierto” de Julio A. Roca. En ambos casos el proceso se lleva a cabo en beneficio de las familias criollas, las llamadas “patricias”, ya que les permite pasar a poseer enormes latifundios. Me gustaría saber si interpreta de igual manera la cuestión cierto “lobby” argentino establecido en Barcelona con, sospecho, unas más que probables raíces en el peronismo de izquierdas, dado que todo el justicialismo siempre ha sido ardientemente rosista.
Tampoco fue genocidio el idealizado sistema patriarcal de las reducciones jesuíticas, pero sí el exterminio de la etnia tupí-guaraní, especialmente en Brasil, cuando aquellas desaparecieron, cosa que tuvo lugar ya después de la independencia. En prácticamente todas las repúblicas sudamericanas se ha producido el mismo fenómeno: la “leyenda negra” de la colonización (ya de por si suficientemente negra) ha sido una construcción de un sector de la oligarquía criolla, los mismos que en muchos casos llevaron a cabo la política de expansión territorial para el asentamiento de los inmigrantes europeos y que, durante 200 años de independencia, han mantenido segregada a lo que quedaba de la población amerindia.
Se cuenta que Vicente Blasco Ibáñez, en una visita a un país sudamericano, tuvo que aguantar de un criollo una larga retahíla sobre las barbaridades que los conquistadores habían llevado a cabo. Su respuesta fue, más o menos, la siguiente: “Eso lo debieron hacer sus antepasados, porque los míos se quedaron en España”.
La expansión colonial en América, y luego África, fue sin lugar a dudas una vergüenza, como ya he dicho antes, pero probablemente también una fatalidad de la historia, determinada por la necesidad de expansión del naciente capitalismo europeo y el atraso tecnológico de los pueblos nativos, en ambos continentes. Resulta difícil, aunque quizá no sea imposible, pensar en que pudiera haberse dado una situación diferente
Recordemos además que la idea de genocidio es relativamente nueva. Fue establecido por el jurista Raphael Lemkin, judío polaco emigrado a Estados Unidos, en 1944, con la siguiente definición: “ La puesta en práctica de acciones coordinadas que tienden a la destrucción de los elementos decisivos de la vida de los grupos nacionales, con la finalidad de su aniquilamiento” . La consecuencia es que se aplica el calificativo de forma retroactiva, a situaciones en un pasado más o menos lejano.
Durante el siglo XX ha habido bastantes casos que, desgraciadamente, se pueden calificar sin titubear como genocidio. La más evidente, por supuesto, es el exterminio nazi contra judíos y romaníes, o incluso homosexuales, aunque en este caso el apelativo de “grupo nacional” no sería aplicable, de tal manera que quizá la definición original resulte insuficiente. El otro gran genocidio en la misma centuria es el de los armenios y cristianos asirios, emprendido hace un siglo por los Jóvenes Turcos, eficazmente ayudados por la población kurda, muy idealizada por cierta izquierda. Y también tuvo visos genocidas la acción del ejército japonés en China en la década de 1930. Recuérdese la toma de Nankín.
Hace ya más de 50 años Hanna Arendt teorizó sobre la banalidad del mal. En el tema que se aborda, asistimos a una banalización terminológica muy peligrosa, ya que vacía de contenido los conceptos correspondientes. Cuando a un mero reaccionario se le califica de “fascista”, se le está lavando la cara al fascismo, y lo mismo se hace con la Shoa, cuando se califica como genocidio algo que no lo es. Un análisis de los acontecimientos históricos implica documentarse en aras del máximo rigor conceptual, no ir por la vida de fetichista de fechas o hechos. Y en el caso concreto que aquí se trata, supone distinguir explotación, en sus diversos grados de crueldad y brutalidad, del puro fanatismo asesino.
No creo en la casualidad cuando veo que año tras año, cuando se acerca el 12-O, sea en Cataluña donde aparecen los elementos más radicales de ese sesgo demagógico con el que se juzga la colonización americana. Desengañémonos, en diversos ámbitos del nacionalismo catalán, el hecho de que la supuesta “lengua opresora” tenga la importancia que tiene, molesta en grado sumo. Cuando lo normal sería felicitarse de que los hablantes de una lengua minoritaria tengamos acceso, en nuestra condición de bilingües, a todas las ventajas que supone una de los pocos idiomas de carácter mundial. El terreno ha estado abonado por supuesto durante años por la historiografía nacionalista, reflejada convenientemente en el día a día. Sería interesante, por ejemplo, estudiar el fenómeno en la enseñanza, especialmente en el ámbito de las ciencias sociales.
En realidad, es pura hipocresía. Cuando oigo determinadas voces que reclaman una escuela con solo catalán e inglés, me pregunto cuántos de nuestros industriales, incluidos los del “Cercle Català de Negocis”, la patronal independentista, estarían dispuestos a renunciar a las ventajas que supone hablar castellano, para penetrar en el jugoso mercado latinoamericano. Quizá los que están fuera del juego. Al fin y al cabo, la inmersión no funciona en las escuelas de élite.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
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