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9 de octubre de 2016
¿Madoff en la Casa Blanca?
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Nuestro país, ¿será la futura alcancía* de Trump?
Introducción de Tom Engelhardt
Piense en los políticos estadounidenses de estos momentos como si fueran los personajes del cuento de los dos Donalds. Primero, hay un Donald Trump que es un provocador político, un hombre con la mirada fija en el Despacho Oval y está dispuesto a decir prácticamente cualquier cosa para conseguirlo. Eso incluye insistir, en su campaña ‘Ante todo, Estados Unidos’, que él –y solo él– devolverá los millones de empleos fabriles (que es improbable que vuelvan alguna vez) y que él creará dos industrias boom, la del carbón y la del gas natural (pese a que una y otra están en abierta competencia. Y después, por supuesto, está el otro Donald Trump, aquel que hará cualquier cosa por un dólar (o por un millón, o por ambas cosas), incluyendo la deslocalización de muchos empleos en sus propios negocios y la contratación de mano de obra extranjera más barata para sus hoteles y centros vacacionales (o proyectos de edificación).
Usted podría pensar que, en el calor de esta campaña electoral, él ha decidido realizar un modesto golpe de efecto contratando a trabajadores estadounidenses en lugar de ‘obreros invitados’ de origen extranjero y repatriando la confección de camisas Trump desde Bangladesh, la confección de corbatas Trump desde China y México y otros productos por el estilo; que, tratándose de ‘Ante todo, Estados Unidos’, en este momento, él podría poner su dinero en el país donde come. Sin embargo, la instantánea de Donald y los productos de importación en la reciente inauguración del Hotel Internacional Trump en la misma calle de la Casa Blanca es bien curiosa: una campaña publicitaria por todo lo alto y unos precios pensados para el disfrute exclusivo los millonarios.
El periodista Dana Milbank, de The Washington Post, pasó una noche en el hotel (Jeff Bezos corrió con los gastos); en su habitación (de 856 dólares por noche más impuestos), encontró un producto completamente estadounidense “una pequeña caja de chocolatinas ‘lingote de oro’ Trump” (de 25 dólares). Esta es la descripción del resto de cosas en la habitación: “una alfombrilla de ducha y toallas de India con el logo Trump, porcelana fina de Japón, cubertería y alicatado procedente de Italia, dos teléfonos de Malasia, un refrigerador suizo, tazas de café alemanas, jabones y lociones Trump llevadas de Canadá, y –procedentes de China– las cuatro lámparas, la cafetera, una planta de interior y la báscula del baño”, agregó Milbank. “El gerente del hotel es de Francia. La mayoría de los trabajadores con los que tuve contacto durante mi estadía tenían acento caribeño o africano”.
Esa habitación del hotel se ajusta a un diseño; no piense que es otra muestra de la hipocresía de Tump. Esto no es más que una pequeñísima muestra de lo que sucede. Así es, cuando se trata de los negocios de Donald, las posiciones políticas no tienen cabida. Le encanta provocar en las zonas donde la industria pesada ha tenido que cerrar porque ya no eran lucrativas y en otras comunidades con su discurso que habla de la pesadilla que significa la subcontratación para los trabajadores estadounidenses, y denuncia a empresas como Ford o Nabisco por cerrar sus fábricas para llevarlas al extranjero. Sin embargo, hay algo que no está dispuesto a hacer: renunciar a aquello que es lo mejor para Donald Trump. Si esto es verdad, imagine ahora el lector lo importante que es para un hombre cuyo rasgo distintivo –por no decir obsesión– es llegar al Despacho Oval y cuánto hay de probable que eso suceda. Esto nos lo cuenta hoy Nomi Prins, colaboradora regular de TomDispatch y autora de All the President’s Bankers (Todos los banqueros del presidente).
* * *
Cómo pueden llegar a ser nuestros los conflictos de intereses de Trump
Imagine por un momento que estamos en enero de 2009. Bernie Madoff, la imagen misma del estafador estadounidense, todavía no ha sido detenido. La crisis económica de 2007-2008 nunca ha ocurrido. Los mercados se niegan a revelar la vaciedad que se esconde en sus esquemas. Aún no sabemos qué está acechando en su devolución de impuestos porque nunca los ha publicado. Por supuesto, sí sabemos que acaba de ganar la presidencia actuando el eslogan –en relación con sombreros, camisetas, en todo sitio– “¡Volvamos a hacer un Estados Unidos rico!”. En una gélida mañana de finales de enero, ante sus colegas, su país, Dios y el mundo, Madoff jura su cargo. Sobre una Biblia, promete respetar la constitución.
El día siguiente, todo se viene abajo. Los bancos. Los mercados. Su fortuna.
Madoff es un empresario, no un político. Ha corrido y ganado diciendo que está contra el establishment. Durante la campaña, prometió que sería capaz de separar una cosa de la otra, que sus hijos se ocuparían de su imperio mientras él hacía lo mismo con la cosa pública. Pero nadie quiere hablar con su progenie. Todos se acercan a él; quieren ver al hombre que les debe dinero.
Muy bien, entonces sucedió lo que nunca había pasado, a pesar de que durante 20 años había construido un esquema Ponzi** de 65.000 millones de dólares. En diciembre de 2008 –en el mismísimo momento que Washington y Wall Street necesitaban algo que apartara la atención de la agobiante crisis económica–, Madoff pasó a ser el hombre más despreciado de Estados Unidos. En estos momentos está cumpliendo una pena de 150 años de cárcel por sus múltiples felonías.
Por supuesto. Donald Trump no es Bernie Madoff, que tenía 70 años cuando llegó a la Casa Blanca. Trump, a sus 70, tiene la mirada puesta en la Casa Blanca. Otras grandes diferencias les separan, aunque es imposible no tener en cuenta ciertas similitudes notables. Primero hagamos un repaso de las diferencias.
Trump frente a Madoff, los números
1. A pesar de que no tenemos idea de cuánto, Trump es mucho más rico que Madoff. La revista Forbes sitúa su riqueza en los 4.500 millones de dólares; él dice que tiene 10.000 millones (en comparación, Madoff tiene algo menos de 1.000 millones).
2. Madoff se aprovechó de las personas. Trump aprovechó las ventajas fiscales de varias ciudades.
3. Madoff violó la ley y fue pillado. Hoy está preso. Como condenado, ni siquiera puede votar en noviembre. Trump podría haber quebrantado la ley; él se ha jactado de haber coimeado a algunas personas, pero hoy no quiere hablar de estas cosas y está en carrera por la presidencia.
4. Trump ha hecho que algunas personas pobres tuvieran que dejar su casa y quedaran en la calle. Madoff empezó estafando a clientes que en su mayor parte estaban económicamente bien situados.
5. En 2007, mientras Madoff se lo pasaba bien en el Mar-a-Lago Country Club, el principal hotel de Palm Beach –propiedad de Trump–, Donald acumuló 120.000 dólares en multas impagas a esa ciudad. Para compensar, donó 100.000 dólares para ayudar a los veteranos de guerra; entonces, la ciudad acordó olvidarse de la deuda. El correspondiente cheque provenía de la fundación de beneficencia Donald J. Trump (es decir, era dinero donado por terceros, no del mismo Donald). Parece ser que este proceder era normal. Según el Washington Post, más de 250.000 dólares de su fundación benéfica fueron destinados a cancelar sus deudas empresariales, lo que constituye una violación de las leyes contra “transacciones ficticias”. En realidad, Madoff donó dinero para beneficencia. Es verdad, técnicamente, tampoco era dinero propio, pero al menos tenía la decencia de pretender que salía de su propio bolsillo.
6. Madoff nunca se presentó como candidato a la presidencia.
Mudanza a la avenida de Pennsylvania
Si esas son las diferencias, consideremos las similitudes. Ambos manipularon a mucha gente durante décadas, fueron del todo menos comunicativos respecto de las cifras que se escondían detrás de sus manejos, y ambos tenían planes a largo plazo para su propio éxito a expensas de los demás. Pero mientras Madoff solo estafó a sus clientes mejor situados, es posible que Donald –si es elegido– nos embauque a todos.
Imaginemos esto: si el gana en noviembre, su presencia en la avenida de Pennsylvania será doble: como representante del pueblo y como representante de sí mismo... ¿podemos preguntarnos cuál de las dos representaciones será más importante para él? Ciertamente, inmediatamente después de abandonar su intento extraoficial de 2012 para llegar a la presidencia para poder centrarse en su fortuna, el primer objetivo que se fijó Trump fue mudarse a la avenida Pennsylvania.
Tal como dijo en ese momento: “En última instancia... mi mayor pasión son los negocios; todavía no estoy listo para dejar el sector privado”. Después se las arregló para monopolizar el mayor arreglo político en materia inmobiliaria ofreciendo un grupo de cadenas hoteleras para conseguir del gobierno los derechos por 60 años respecto del edifico del antiguo Correo en el 1100 de la avenida de Pennsylvania. Esto es a seis manzanas de la Casa Blanca, en dirección sureste. Después prometió invertir más de 200 millones de dólares en la renovación del edificio, asegurando a sus futuros clientes –de ninguna manera los estadounidenses corrientes– que “el hotel será de un lujo increíble”.
Normalmente, Trump solo autoriza el uso de su dorado apellido a la constelación de hoteles que lo llevan. Pero esto no pasa en Washington DC. Se trataba de una fuerte apuesta personal en la capital de la nación. Cuando se abrió el hotel, adelantándose al programa y justo a tiempo para contribuir a su esfuerzo publicitario en este año de elecciones, se dijo que el precio de las habitaciones rondaría los 750-850 dólares por noche, y llegaría a los 18.000 para la “suite presidencial”. En la noche de las elecciones costará alrededor de 33.000 dólares en el exclusivo sector Trump Townhose del hotel, anunciado como la mayor suite presidencial en Washington”. Cuando miré los precios en booking.com aparecieron algunas ofertas: por apenas 489 dólares (sin incluir impuestos), podría haber estado escribiendo esta nota en la comodidad de mi propia habitación de hotel, algo más grande que la celda de Madoff. Trump sabía muy bien lo que estaba haciendo cuando abrió su negocio en la avenida de Pennsylvania.
Ahora, imaginemos otra gélida mañana, esta vez de enero de 2017. Varios dignatarios extranjeros están subiendo a los Lincoln negros blasonados con el logo Trump que están alineados frente al hotel de Trump llamado Presidente Donald J. Trump, un empresario y según sus propias palabras el mejor hacedor de acuerdos en la historia de la consecución de acuerdos, está jurando respetar la constitución. Sonríe y con esas manos suyas tan grandes saluda a su familia, es decir, sus asociados, es decir, sus asesores. Ellos sonríen y saludan: lo han conseguido.
Recordemos lo que Trump escribió sobre Ronald Reagan en The Art of the Deal (El arte del acuerdo): “[Reagan] es un actor tan tranquilo y eficaz que se ganó por completo el favor del pueblo estadounidense. Solo ahora, cerca de siete años después, la gente está empezando a preguntarse si se ocultaba algo en esa sonrisa”.
Es muy difícil definir a Trump como tranquilo. Antes bien, recuerda al chirrido de las uñas en el pizarrón combinado con la ignorancia supina del Dr. Strangelove. Pero hay algo que está garantizado: cuando llegue al Despacho Oval llevará consigo un conjunto de conflictos de intereses que haría volver la cabeza a Madoff y que el asunto Iran-Contra de pareciese a un episodio poco feliz del Aprendiz de hechicero.
Un sinfín de conflictos de intereses
Cuando en 2006, Hank Paulson, ex presidente ejecutivo y del directorio de Goldman Sachs, fue nombrado secretario del Tesoro por George W. Bush, tuvo que vender sus acciones de esa empresa (por un valor de 4,58 millones de dólares). En el caso de los ejecutivos, la ley de conflictos de intereses exige que los más altos funcionarios del Estado se deshagan de sus inversiones si estas pudieran verse afectadas o beneficiadas por las decisiones que ellos pudieran tomar en el ejercicio de su función pública (sin embargo, permítasenos hacer notar que Poulson –aun sin sus acciones– demostraría ser un conflicto de intereses andante. Desde su función pública, él ayudaría a Goldman Sachs con fondos federales para que sobreviviese a la crisis económica; no hay más que ver adónde nos ha llevado eso.
No obstante, el presidente y el vicepresidente ni siquiera deben cumplir las formalidades de las leyes de desinversión. Sin duda, Trump ha prometido centrarse en lo público y no en sus negocios y su imperio comercial; mediante, entre otras cosas, la colocación de la Organización Trump en un fideicomiso ciego. Pero no nos fiemos. ¿Por qué lo haría? Eso sería lo mismo que pedirle que de verdad dé a conocer su declaración de rentas. Además, los negocios de Trump son todo lo contrario de aquellos que permiten ser incluidos en un fideicomiso como el que él propone. Tal como David Cay Johnston, autor de The Making of Donald Trump (La construcción de Donald Trump), me dijo en un correo electrónico, “Las normas éticas no tienen aplicación con el presidente. Aun así, un fideicomiso ciego es algo absurdo, ya que no solo se trata de acciones y obligaciones”.
Según sus abogados en cuestiones fiscales, los de Morgan Lewis –un bufete legar de primer orden y de ámbito mundial–, los ingresos económicos de Trump entre 2002 y 2008 estaban siendo auditadas por la oficina de Impuestos Internos justamente porque sus “negocios son vastos y complejos”. En lo primordial, él dijo, “Tengo tres hijos que ya están crecidos y podrían ocuparse [de las empresas]” Este julio, cuando el New York Times le preguntó si acaso iba a retirarse de los acuerdos empresariales mientras fuese presidente, respondió con vaguedades: “Le diré cómo me siento en relación con eso cuando eso haya pasado”.
Como con muchas cosas relacionadas con Trump, lo único que tenemos son sus palabras y la creencia de que a alguien tan imposiblemente rico como él no le importará la pérdida de cierto control de su imperio empresarial debido a decisiones, tanto en el extranjero como dentro de Estados Unidos, que él podría tomar en momentos de crisis u otros. Se supone que debemos creer que siempre hará los mejores arreglos. Pero, ¿que pasa si no son compatibles?
¿Y qué si Trump continuara sus actividades –posiblemente ilegales– en el mismo Despacho Oval? Si examinamos los posibles conflictos de intereses de una administración Trump cotejándolos con lo que es conocido sobre su habilidad de desviar el dinero de otras personas para su utilización personal, la perspectiva es –usando una palabra suya– desastrosa.
La primera y más obvia área donde probablemente los conflictos de intereses tendrían una incidencia crítica es el de las decisiones de política exterior que tomara el presidente Trump. Recientemente, Kurt Eichenwald exploró con mucho acierto esta cuestión en Newsweek, y llegó a la conclusión de que podría darse una realidad singular en alguna futura presidencia Trump. Después de todo, muchos de sus negocios están localizados en países con los que Estados Unidos tiene, digámoslo, una relación extraña.
Tal como me dijo Win Weber, socio de Mercury Consulting, de Washington: “A pesar de que él dice que no será influido y, básicamente, solo ha tocado el tema de si acaso sus empresas le quitarían tiempo, otros países pueden pensar que pueden influir en él y, por extensión, en Estados Unidos”. Esto, obviamente, es un problema. Como una forma de conseguir sus propios fines, es pensable que los líderes extranjeros podrían formular sus futuras políticas en términos de amenaza de dañar el imperio Trump. Poco importa si su hija Ivanka o cualquier otro estuvieran a cargo de las operaciones cotidianas. Trump estaría tratando con países que podrían perjudicar significativamente su marca.
Los negocios de Trump en el extranjero (al menos aquellos conocidos) abarcan terrenos que ya implican escándalo, como en el caso de India, o peligrosos temas relacionados con la seguridad nacional, como serían los relacionados con Turquía, Arabia Saudí y los Emiratos Árabes Unidos. En otros tiempos, algunos grupos extranjeros le han echado una mano a Trump para que resolviera aprietos empresariales. Por ejemplo, en los noventa, el príncipe saudí Alwaleed bin Tatal acudió en auxilio de Trump cuando algunas de sus empresas corporativas fueron a la quiebra. Incluso le compró su yate y algunas deudas impagas de sus hoteles.
Otro importante conflicto de intereses golpea mucho más cerca de casa. Como presidente, Trump es quien nombra a los jueces federales de distrito de todo el país. Los medios se han centrado exclusivamente en los escaños del crucial Tribunal Superior que él podría llegar a llenar. Pero si sucediese que cualquiera de esos jueces tuviera jurisdicción en áreas que tocan las vastas actividades de negocios de Trump, surgirían posibilidades de conflicto de intereses tanto para quienes podrían ser nombrado en un el tribunal como en la forma en que podrían actuar. Es necesario tener en cuenta que además de las propiedades que tiene u ostentan su nombre, Trump es el propietario único de 268 de las más de 500 sociedades de responsabilidad limitada que él reveló en los documentos que presentó a la Comisión Electoral Federal. A estas SRL es posible encontrarlas en todo el país; entre otras ciudades, en Nueva York, Chicago, Las Vegas y San Diego, donde por ejemplo ex estudiantes de la Universidad Trump han acusado a Donald de defraudación.
En este caso, el mes pasado, el juez del tribunal federal Gonzalo Curiel, designado por Obama, dio luz verde para que la demanda vaya a juicio después de que los abogados de Trump lo recusaran alegando que el juez está en una situación de “absoluto conflicto” para dictaminar sobre la cuestión en razón de su “ascendencia mexicana”. ¿Qué habría hecho un abogado de Trump en la misma situación? De los 320 jueces federales de distrito nombrados por Obama, 262 eran jueces de tribunales distritales. Imaginemos los conflictos de intereses que se producirían en una presidencia de Trump en la que cada pleito (y posiblemente tantos otros nombramientos) podrían dar lugar a una recusación. Y aquí no estamos hablando de algo improbable. Trump o sus negocios han estado involucrados en 3.500 causas conocidas en las últimas tres décadas. En 1.900 de ellas, él o sus empresas eran demandantes. No hay la menor duda de que él ostenta el título en el campeonato de los líderes más litigantes del mundo moderno, y posiblemente de toda la historia.
La propiedad exclusiva de Trump –las empresas en las que figura como único dueño– también ha crecido en algunos paraísos fiscales como Panamá, Cozumel y Dubay, constituyéndose así en una importante tercera fuente de potenciales conflictos de intereses para Estados Unidos, pero de enorme beneficio posible para Trump. Sin duda, esas declaraciones de rentas tan elusivas propias de él darían señales de esto. También mostrarían quizá que él no es tan rico como presume y que tal vez no haya sido tan caritativo como proclama, pero es poco probable que fueran estos los verdaderos problemas que le hacían reluctante a la hora de hacer públicos sus pagos fiscales ya que ninguno de ellos es ilegal.
Lo que es posible que preocupe a Trump es que el escrutinio público de sus ingresos echaría luz sobre su peligroso comportamiento, la forma en la que él ha estado operando posibles estafas. Es muy fácil esconder los negocios turbios en empresas ‘ficticias’ o ‘ad hoc’*** o en SRL que nadie pueda examinar.
Es probable que si Trump llegara a ser presidente nada de esto importara mucho. Recuerde que él tendrá que nombrar al nuevo responsable del Servicio Fiscal Interno (IRS, por sus siglas en inglés), al jefe de la Comisión de Valores y Cambio (SEC, por sus siglas en inglés) y, por supuesto, al ministro de Justicia. No sabemos cómo las pequeñas propiedades únicas de Trump están relacionadas con estas personas ni qué podrían estar escondiendo (debe hacerse notar que una propiedad única es una empresa cuyo dueño y administrador es una sola persona, en la que no hay distinción entre el negocio y su propietario). Todo lo que sabemos es lo que sus abogados le escribieron en lo que concierne con sus ingresos dinerarios entre 2002 y 2008: “Dado que usted maneja esas empresas casi en solitario mediante la propiedad única y/o asociados muy cercanos, sus declaraciones de rentas e impuestos federales son excesivamente amplias y complejas para una sola persona”.
Trump no ha dado a conocer prueba alguna de que esos abogados hayan rellenado declaraciones personales de renta después de 2008 ni de que éstas sean hoy auditadas, a pesar de que él dice que desde 2009 sus impuestos están al día. Pero aunque él las haya rellenado o estén auditadas, no existe nada en la legislación federal ni en las regulaciones del IRS que le prohíba compartir lo que ha hecho, excepto quizás el temor de ir preso.
Según se ha informado, él está jugando fuerte con dinero donado por la fundación Donald J. Trump para cubrir algunas deficiencias en sus negocios personales. Como reveló recientemente el New York Times, en muchas ocasiones utilizó dinero de beneficencia para resolver cuestiones legales personales. Se trató de asuntos de poca importancia, pero –así como Madoff se financiaba con los clientes más pequeños– las cosas a pequeña escala pueden sumar rápidamente. Por ejemplo, en Florida, pagó 2.500 dólares de una multa del IRS por la violación de una norma impositiva después de que su fundación sin ánimo de lucro hiciera una contribución –no permitida– de 25.000 dólares a un comité de acción política (PAC, por sus siglas en inglés) de ese estado. Es posible que la fiscal general de Florida, Pam Bondi haya contemplado la posibilidad de investigar o no la acusación de estafa contra la Universidad Trump.
De hecho la utilización de dinero para quitarse problemas de encima parece haber sido algo característico en la vida de Trump. Por ejemplo, dio por lo menos 35.000 dólares al demócrata Alan Hevesi para que llegara ser interventor del estado de Nueva York. Según el Huffington Post, las donaciones de Trump coincidieron con una demanda por 500 millones de dólares contra la ciudad de Nueva York que él presentó en la esperanza de que se redujeran los impuestos a sus propiedades. Entonces, imagine el lector –una vez que accediera al Despacho Oval–, este país de convertiría en su hucha personal.
El último conflicto posible de intereses es la totalidad de la futura administración. De acuerdo con las cifras proporcionadas por el U.S. Government Policy and Supporting Positions, una publicación del Congreso –también conocida como el “libro Plum”–, un presidente (o su administración) podría nombrar a cerca de 9.000 funcionarios del gobierno federal. De ellos, solo unos 800 deben ser confirmados por el Senado. Esto significaría, por ejemplo, que en los sectores del juego de azar, el código de construcción ambiental o el desarrollo residencial y urbanístico, Trump lo controlaría todo. Los negocios y la política se convierten en una sola y la misma cosa; una situación excepcional.
De qué manera se producirá todo esto es algo desconocido. La familia de Trump ha ‘vendido’ la gran capacidad de Donald para centrarse exclusivamente en los asuntos del país. “Mi padre será un funcionario del gobierno, y se apartará” de los intereses empresariales de la Organización Trump, prometió –como corresponde– Donald Trump (h), de 38 años ante un nutrido gripo de directores de medios e informadores. Pero, ¿quién se atrevería a creer que esto no sea una fantasía?
Una caja de Pandora para los estadounidenses
Trump y Madoff se conocían desde antes de que este fuera a prisión. Madoff frecuentaba el club Mar-a-Lago en Palm Beach. En una Vanity Fairs de abril de 2009, Trump dijo que Bernie y su hermano Peter (más tarde sentenciado a 10 años de cárcel por su participación en el timo) jugaban golf en el club internacional de golf Trump, donde su juego era tan regular como sus ingresos. “Después de cientos y cientos de vueltas, nunca hizo menos de 80 golpes ni más de 89”, dijo Trump.
No fue hasta después de que Madoff se declarara inocente, el 12 de marzo de 2009, que Trump hiciera sonar la alarma. Tal como dejó dicho en 2009 en Think Like a Champion (Pensar como un campeón), su libro sobre Madoff, “Yo creo que todos debemos prestar atención a las transacciones que hacemos, más allá de lo que podamos respetar o pueda agradarnos alguien. Pero la principal lección es que nunca debes invertir todo tu dinero en una sola persona o una sola empresa”.
Sea lo que pueda sea Trump, en la situación actual es posible que debamos hacer caso a su advertencia. Porque él también escribió: “Aunque alguien esté bien establecido puede ser un total sinvergüenza”.
Que el inmenso poder de Donald Trump fuera ejercido por encima de sus intereses de presidente ya amenaza ser el mayor conflicto de intereses en la historia de Estados Unidos. Piense el lector en el Despacho Oval como una especie de caja de Pandora para el pueblo de este país. Entregarle la Casa Blanca puede ser tan peligroso como darle a Madoff información sobre nuestra cuenta bancaria. Ya sabemos cómo puede terminar la historia.
* Para alcancía o hucha, el autor usa la expresión coloquial ‘piggy bank’, que es la alcancía infantil con forma de pequeño cerdo, y que en Argentina se llama, también coloquialmente, ‘el chanchito’. (N. del T.)
** Las famosas “cadenas” para enriquecerse (sobre todo quien las organiza). (N. del T.)
*** El autor las llama “shell company”, que –según el diccionario inglés de Encarta– sería “una empresa que no trabaja para sí misma, una compañía que no tiene activos ni operaciones propias sino que es utilizada por sus dueños para llevar adelante acuerdos comerciales específicos o controlar a otras empresas”. (N. del T.)
Nomi Prins, colaboradora regular de TomDispatch, es autora de seis libros. Su obra más reciente es All the Presidents' Bankers: The Hidden Alliances That Drive American Power (Nation Books). Fue ejecutiva en Wall Street. Un agradecimiento especial al investigador Craig Wilson por su estupendo trabajo en esta nota.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176192/tomgram%3A_nomi_prins%2C_trump%27s_future_piggy_bank%2C_our_country/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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