Un joven birmano fuma opio al norte de Myanmar. Fuente: Vincenzo FloramoFoto por: Al Jazeera |
Oro intravenoso:geopolítica del opio
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- diciembre 15º, 2016
El opio ha estado presente en las culturas de la cuenca del Mekong desde hace siglos. No obstante, a lo largo del convulso siglo XX pasaría de ser parte de la medicina tradicional y un elemento adicional de las celebraciones que se imbricaría de manera inseparable con el crimen organizado.
Nos acercamos a las remotas regiones del norte de Myanmar para analizar las diversas facetas de la cuestión.
Hilos invisibles unen a la humanidad de múltiples y diversas formas, muchas veces de manera fortuita y, aparentemente, sin sentido alguno. Concepciones comunes, gastronomías superpuestas, palabras compartidas y mitologías que transportan los mercaderes en sus viajes. También batallas del pasado, miedos milenarios y odios irracionales.
Uno de estos hilos vincula las lujosas cortes de los rajput del siglo XV con las chabolas de la Cañada Real Galiana, la China Town del Nueva York en 1900 con los coches bomba que estallaron en las calles de Kabul en 2016, los centros de rehabilitación de Sídney con las montañas birmanas, las balas de los paramilitares filipinos con las soluciones intravenosas de los hospitales de Paris: se trata del opio. Y, de la misma forma que recorre las venas y pulmones de todos estos protagonistas, se infiltra por el mundo y atraviesa fronteras de los cinco continentes hasta llegar a las regiones más profundas del sistema económico mundial.
Solo en los países de la OTAN, 10.000 personas mueren anualmente por sobredosis ocasionadas por heroína afgana, lo que triplica las víctimas sufridas a manos de la resistencia talibán durante la invasión del país entre 2001 y 2015.
Unido a los problemas de transmisión de ETS asociados a su consumo y a su vinculación a grupos terroristas y al crimen transnacional, desde Laos hasta Colombia, pasando por el valle de Bekaa, en el Líbano, además de problemas de desarrollo económico y pobreza, constituye sin duda alguna una amenaza para la seguridad y la salud global, de la cual, según el PNUCID, los cuerpos de seguridad estatales consiguen interceptar tan solo entre un 10 y un 20%.
I – El Triángulo Dorado, el Mekong y las guerrillas separatistas
Al noreste de Myanmar, en las aldeas remotas del estado de Chin, los brindis y las bienvenidas no se celebran con alcohol, sino con unas caladas de opio.
Se trata por lo tanto de un cultivo tradicional implantado durante generaciones, usado tanto para abastecer de sustancias estupefacientes para los momentos de celebración de la comunidad como parte de la medicina tradicional.
No obstante, lo que en su día formara parte de la cultura local iría, a lo largo de los siglos XX y XXI, convirtiéndose en una excelente fuente de recursos rápidos y seguros, especialmente útiles para financiar movimientos, ejércitos y actividades que debían desarrollarse al margen de la legalidad.
Myanmar, antes conocida como Birmania, emergió como Estado independiente en 1948.
No obstante, nació sumida en una tormenta de grupos independentistas que se opondrían ferozmente a la existencia de un poder centralizado, lo que haría que desde sus inicios ninguno de los Gobiernos de Rangún controlara verdaderamente todo el territorio, en manos de los diferentes grupos guerrilleros, con agendas propias.
Cuando los militares tomaron el poder en 1962, se produciría un cambio de estrategia hacia una política de dividir y vencer.
Aprovechándose de la heterogeneidad del territorio, los militares forjaron alianzas con unas guerrillas ofreciendo concesiones a cambio de que colaboraran para eliminar a otros grupos para terminar con el frente común antiestatal que hasta entonces habían formado, asegurar treguas en determinadas zonas y reforzar el control sobre un territorio mayor.
Aunque esto supondría un claro declive para las distintas resistencias, ahora más débiles y aisladas, estas nunca desaparecerían, y reafirmarían su control sobre las remotas e incomunicadas provincias gracias al apoyo de sus respectivas bases de carácter étnico.
En esas zonas libres en las que ni el Estado ni la electricidad ni el agua corriente llegan, los grupos beligerantes hicieron del cultivo tradicional del opio, además de la producción y tráfico de metanfetaminas, un eje fundamental de su supervivencia, enrocándose en sus posiciones y negándose a desaparecer.
A la vez, pasaron a formar parte del engranaje del tráfico internacional de estupefacientes; nacía el Triángulo Dorado, del cual, hasta que Afganistán le arrebatara el podio a principios de la década de los 2000, saldría la mayor parte del opio consumido a nivel mundial.
Se trata del área de encuentro entre las fronteras de Tailandia, China, Laos y Myanmar, vinculados entre sí por la cuenca del Mekong y donde se calcula que actualmente podrían existir hasta 600 kilómetros cuadrados —160.000 hectáreas solo en Myanmar— destinados al cultivo del opio, lo que convertiría desde la entrada en el nuevo siglo a la antigua Myanmar —especialmente el septentrional estado de Shan, donde se produce más del 90% del opio del Triángulo— en el segundo productor mundial de esta droga después de Afganistán. Las plantaciones se llevan a cabo en áreas a las que solo es posible acceder por senderos de la jungla y ayudado por un conocimiento ancestral del territorio.
Tras la recolección, se cambia por dinero o por bienes en especie y cruza las montañas en camiones o mulas hasta llegar a China, Laos o Tailandia, donde será proyectado, tras la conversión en heroína, al mercado global.
Para ampliar: “Myanmar: de Estado fallido a presidente de la ASEAN”, Antonio Ponce en El Orden Mundial
Durante la segunda mitad de los años 90, diversas campañas internacionales y de ayuda al desarrollo centradas en proveer de alternativas económicas a los agricultores llegaron a reducir el cultivo en un 86% desde 1998.
No obstante, la falta de recursos de los Gobiernos regionales, la corrupción enquistada en los sistemas políticos y la prácticamente imposible capacidad de competir con los beneficios derivados de la producción de opio harían que los números despegaran de nuevo hasta alcanzar récords históricos.
Así, el tráfico de las más de 750 toneladas de esta sustancia en la región generó, solo en 2014, un beneficio de más de 16 mil millones, y las cifras no han dejado de aumentar desde entonces.
A su vez, el consumo entre los locales no deja de extenderse, con la consiguiente saturación de los cementerios birmanos e incluso la normalización en algunas comunidades cercanas a los centros de producción, además de fomentar la creación de grupos violentos, que, tomándose la justicia por su mano, han empezado a atacar y quemar los campos de los pequeños agricultores.
Por otra parte, lo que en su día fue un mero lugar de tránsito ha pasado a ser un centro de producción y consumo masivo, con laboratorios de síntesis de metanfetamina y heroína proliferando por doquier y vínculos con el narcotráfico que se extienden hasta Nigeria.
Producción y consumo de opio en Myanmar. Fuente: UNODC
Amapolas brotando de la pobreza
Un clima de extremos estacionales, un terreno difícil para el cultivo, la falta de alternativas económicas, la carencia de infraestructuras, con una agricultura basada en la subsistencia, y la alta rentabilidad de su cultivo son incentivos más que suficientes para potenciar el cultivo ilegal de opio. La adormidera es fácil de cultivar, rápida en la recolección y supone en muchos casos la diferencia entre poder o no pagar una educación para los hijos o los gastos sanitarios imprevistos para muchas familias.
Especialmente en países como Myanmar, a la cola en el Índice de Desarrollo Humano, el cultivo de productos ilegales se sostiene gracias a la falta de oportunidades y a la precariedad de una masa importante de población.
Prueba de ello es que, según la ONU, entre 170.000 y 200.000 hogares de Myanmar cultivan opio, la mayor parte del cual se destina a la manufacturación de heroína.
La narcoeconomía birmana es además alimentada tanto por el ejército como por las diversas milicias y guerrillas a las que enfrentan y que se lucran y perpetúan el sistema al exigir “impuestos de opio” a los agricultores, los cuales muchas veces, guiados por el mero instinto de supervivencia, desconocen a quién están pagando realmente.
La falta de seguridad humana se configura así como un eslabón fundamental para mantener la cadena del narcotráfico y se repite a lo largo de todo el proceso, en primer lugar en la producción, pero también en el transporte —con colectivos vulnerables, como migrantes ilegales o mujeres, que son obligados a actuar como mulas y cruzar las fronteras con los cargamentos— y, por supuesto, en el consumo, generalmente vinculado a situaciones de exclusión social.
Flujos regionales de opio alrededor del Triángulo Dorado. Fuente: Transnational Institute
Aunque se han puesto ya en marcha diversas alternativas, como el café, lo cierto es que es difícil competir con los beneficios del opio, fácil de cultivar, transportar y almacenar y de usos no solo recreativos, sino también medicinales, ya que puede ser utilizado para tratar dolores y diarreas, especialmente en lugares donde el acceso a medicamentos convencionales es, si no difícil, directamente imposible.
La producción, además, no deja de aumentar, impulsada por el interminable aumento de los consumidores no solo en Europa, Australia o Estados Unidos, tradicionales destinatarios del flujo de la china blanca o fentanilo, como se conoce a la heroína sintética, sino en los países circundantes.
Asimismo, como ha ocurrido con la demanda de materias primas a escala mundial, un actor se ha impuesto como principal consumidor de opio: China.
La sociedad del gigante asiático no deja de demandar heroína y ha alcanzado ya la cifra de los 1,3 millones de adictos, lo que significa el 70% de la producción de heroína de Asia.
La provincia de Yunnan, en frontera con Myanmar, principal puerta de entrada de las drogas ilegales, alberga a la mitad de los adictos de toda China.
Para ampliar: “Evaluación global de las drogas sintéticas” (en inglés), UNODC
La inútil mano de hierro
La mayor parte de las políticas llevadas a cabo, basadas en la erradicación de los centros de producción y la criminalización de los implicados en el proceso —incluidos los propios consumidores—, han demostrado ser inútiles e incluso perniciosas al fomentar la corrupción y la producción a gran escala y destruir la economía de las pequeñas comunidades por no ofrecer alternativas de subsistencia.
En el caso de Myanmar, la legislación antidrogas es herencia de los tiempos de dominación británica y, aunque se encuentra sobre la mesa para su reforma, sigue basada en la criminalización.
Semejante acercamiento a la cuestión de las drogas se reproduce en todo el sudeste asiático, con países como Vietnam o Singapur penalizando su uso y tráfico incluso con la pena de muerte.
Estas políticas se han traducido además en sistemas penitenciarios verdaderamente colapsados, como el de Tailandia, que alberga hasta 300.000 presos por delitos relacionados con las drogas —más que Francia, España, Argentina, Egipto y Australia unidos— y donde se han documentado casos de asesinatos extrajudiciales y de trabajos forzados.
Además de socialmente destructivas, dichas políticas no solo han demostrado ser totalmente ineficientes a la hora de reducir el consumo, al atacar a los consumidores y no los centros de producción, sino que además han fomentado un aumento de los precios y, por lo tanto, mayores incentivos para los traficantes, así como el aumento de la violencia y de la toma de riesgos a la hora de llevar a cabo sus actividades.
Asimismo, el aumento de los posibles beneficios acaba arrastrando también dentro del flujo a las autoridades y a los funcionarios locales, con lo cual el narcotráfico queda integrado dentro del propio sistema político, económico y legal.
La última de estas cruzadas ha sido llevada a cabo, desbordando sus propios límites, por Rodrigo Duterte, presidente de Filipinas desde mayo de 2016. La estrategia de Duterte ha sido clara: actuar sin piedad contra todo aquel que participe en el pernicioso consumo y tráfico de drogas en el país, desde consumidores hasta mafiosos, pasando por camellos de poca monta, una estrategia que implantó como alcalde de la ciudad de Davao.
Este acercamiento, en el que han participado miembros de las fuerzas de seguridad, del ejército y también grupos paramilitares y civiles que han tomado la iniciativa de manera autónoma, se ha cobrado ya más de 3.600 vidas.
A pesar de las críticas y de las acusaciones de que las estadísticas gubernamentales para justificar la campaña han sido manipuladas, lo cierto es que la popularidad del líder no ha dejado de crecer —en contraste con las alertas por parte de la comunidad internacional ante lo que se muestra como una simple y flagrante violación de los derechos humanos—, por lo que el proyecto de erradicación de las drogas mediante la violencia sigue hacia adelante y cuenta incluso con el apoyo de la población local.
No obstante, sin atacar las raíces del problema, la rueda del consumo de drogas seguirá girando y activando con ello la maquinaria del tráfico ilegal.
En búsqueda de una alternativa
El problema de las drogas continúa enquistado y sin aparente solución en el corto plazo, presente en las agendas de los Estados de la región como un asunto siempre pendiente por resolver.
Aung San Suu Kyi, ganadora de las primeras elecciones democráticas en Myanmar desde 1990 y cuya llegada al poder augura tiempos de cambio en la largo tiempo conflictiva república, debe enfrentar la cuestión sabiendo que los militares —con intereses vinculados a los grupos paramilitares y al tráfico de opio en el Triángulo— siguen al acecho, dispuestos a retomar el poder que tanto tiempo han monopolizado si consideran que las decisiones del nuevo Gobierno suponen una amenaza para la identidad de la nación.
Deberá además actuar rápido ante la aparición de grupos de “justicieros” cristianos, que ya han empezado a atacar el problema por sus propias manos.
Será un problema que requerirá garantizar la paz en los remotos territorios del norte del país, donde, a pesar de las negociaciones, sigue gobernando la ley de las guerrillas y de los militares.
Además, la cuestión de las infraestructuras será imprescindible para fomentar el desarrollo de dichas regiones, comunicándolas con el resto del país para aumentar las oportunidades de sus gentes.
Sin duda alguna, una férrea voluntad política y una adecuada movilización de recursos serán fundamentales para poder conseguir verdaderos cambios, tejiendo para ello cuidadosamente las alianzas para atacar y resolver las desigualdades y los problemas de gobernanza en todo el país sin ofrecer ninguna oportunidad al viejo régimen de volver a alcanzar la hegemonía en el tablero político y acabar con la joven y aún frágil democracia birmana.
A principios de 2016, agricultores de hasta 14 países expresaban su oposición a todas estas políticas clásicas por considerarlas perjudiciales e inútiles, a la vez que una justificación de los Gobiernos para la violación sistemática de los derechos humanos.
Se trataba del Foro Global de Productores de Plantas Prohibidas. Allí reivindicaron su derecho a plantar como forma de subsistencia ante la ausencia de alternativas y de inversiones para el desarrollo económico y dado el potencial uso terapéutico de los opiáceos, parte de la medicina local tradicional y con valor cultural e incluso religioso.
De nuevo se plantaba la semilla del debate acerca de la legalización o prohibición de las plantas con propiedades narcóticas o estimulantes, esta vez en el sudeste asiático.
Está claro que las sociedades de la región son aún muy conservadoras respecto a la cuestión y el estigma, los problemas sociales y los conflictos bélicos asociados a los estupefacientes causan sin duda rechazo hacia ellos.
No obstante, el camino seguido hasta ahora ha demostrado ser totalmente inútil, por lo que los gobernantes del mañana terminen quizás optando por la vía de la regularización del cultivo y canalización legal de los beneficios en pro del desarrollo económico, como ya ha ocurrido en países como Uruguay o en algunos estados de EE. UU.
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