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20 de octubre de 2017

Cataluña: el conflicto entre democracia y legalidad


Carlos Fernández Liria
Cuarto Poder

Hace unos días me escribió mi amigo Juan Manuel de Prada diciéndome que, por el cariño que me tiene, no me iba a jugar la mala pasada de enviarle a Rajoy el capítulo sobre Sócrates de mi libro Educación para la ciudadanía (VVAA, Akal, 2006). La broma tiene fundamento, pues, en efecto, lo que defendemos en ese libro –yo y los otros dos autores– es exactamente lo que Rajoy ha venido repitiendo sin cesar respecto a la cuestión catalana. No es la ley la que tiene que estar en estado de sociedad, sino la sociedad en estado de derecho. Nadie tiene derecho a estar por encima de la ley, ni siquiera el pueblo o la mayoría democrática. El pueblo puede, sí, cambiar las leyes, faltaría más, pero siempre con arreglo a la ley. Por nuestra parte, llegamos incluso a defender que una democracia que no funcione bajo el imperio de la ley, es algo que podría considerarse “fascismo”. Por supuesto que, teniendo en cuenta que es el pueblo quien hace las leyes, este imperativo de que las leyes estén siempre por encima de él, no expresa otra cosa que el hecho de que el pueblo asume el compromiso de ser coherente con lo que él mismo ha legislado. Y que si quiere cambiar la ley, lo tiene que hacer con esa coherencia. Esto es tanto como decir que el soberano no es el pueblo sin más, sino un pueblo que ha aceptado razonar y ser coherente con lo que razona (algo así como lo que llamamos civilización o ciudadanía).
En casi todas mis publicaciones me he partido la cara por una interpretación de Platón (y de Sócrates) en este sentido. Ahora bien, no me parece que Rajoy tenga derecho a argumentar de esa manera en este caso. Me parece más bien una barbaridad. Y la barbaridad en cuestión no es lo que me lleva a protestar, porque eso ya hay otros muchos que lo han denunciado estos días, en excelentes artículos sobre la cuestión catalana (en especial, Ignacio Escolar). Lo que a mí personalmente me indigna (aunque sólo sea por deformación profesional) es que se tome de esta forma el nombre de Platón en vano. Siempre me ha repugnado esta estrategia política tan liberal y bienpensante de tener razón sentado sobre la sinrazón. Hay verdaderos especialistas en esto –el modelo han sido, desde luego, los editoriales de El País desde la Transición para acá–, periodistas, tertulianos e incluso no pocos intelectuales que pasan por filósofos. Gente que, en medio de cualquier catástrofe humana o política, piensa que lo más urgente es tener razón. Podría llamar a esto el “síndrome de los Chaves Nogales” (aunque este señor era sin duda mucho más digno que sus discípulos de PRISA): en medio de la carnicería de la Guerra Civil provocada por el golpe de Estado, miro a ver hasta cuando puedo seguir teniendo razón y cuando la huida del gobierno republicano a Valencia me pone difícil estar a favor de la legalidad vigente, pongo pies en polvorosa. Pero, antes, eso sí, dejo unas páginas magníficas en las que, no cabe duda, tengo toda la razón del mundo. Unas bellísimas páginas, además, en las que Chaves Nogales demostró tener razón contra todos aquellos que, al contrario que él, siguieron luchando en el campo de batalla (donde las razones eran menos eficaces que los fusiles y los tanques), para salvar quizás no tanta razón, pero sí al menos una poca: los restos de legalidad republicana que todavía quedaron hasta el final de la guerra (y aún más allá, en los montes, por parte de los maquis). Hubo un Chaves Nogales y hubo un Arturo Barea. Tendría el máximo respeto por ambos si no fuera porque a los que actualmente reivindican al primero –quizás porque no lo hacen tan bien como él– se les ve demasiado el plumero. Arturo Pérez Reverte, Andrés Trapiello, José Luis Pardo y compañía siempre tienen razón, como Rajoy y como Platón. El problema es si tener razón en un mundo tan irracional, no tiene algo de tomadura de pelo.
Probablemente, a muchos partidarios de la independencia en Cataluña, les ha importado bastante más la deslocalización de empresas que todos los argumentos legales a favor o en contra del derecho a decidir. Si este mundo estuviera armado, construido, montado con razones, eso de tener o no razón sería una cuestión políticamente primordial. Desdichadamente, como no es así, como este mundo está montado con dinero y con armas, eso de tener razón a veces tiene truco. Y cuanto mayor es la sinrazón con la que se desenvuelven las cosas, más fácil es tener razón y más facil es que la razón misma se convierta en una estafa. Cuanta más razón se tiene, más se miente: pues el hecho mismo de tener razón, encubre el hecho de que la razón en este mundo siempre ha importado una mierda.
Rajoy (y tantos otros) dice que la ley está por encima de la democracia y que la democracia no puede cambiar la ley más que dentro de la ley, por los cauces legales previstos para ello. Platón (y yo mismo) estaría perfectamente de acuerdo con ello. Lo único que está por demostrar es que eso sea aplicable al caso catalán. Pues ahí no parece que haya un conflicto entre democracia y ley, sino un claro conflicto entre dos legalidades (o al menos dos legitimidades) que no terminan de encajar (legalmente) demasiado bien. No niego que los independentistas han apelado constantemente a ese asunto, poniendo la democracia por encima de la ley, pero eso no es más que un dislate que les está bien empleado por no haber leído bien a Platón (la propia Manuela Carmena decía hace poco que las leyes están hechas para la sociedad y no la sociedad para las leyes, otro disparate antiplatónico que anula el concepto mismo de Estado de Derecho o de imperio de la ley). Aquí, lo que hay es una gran masa de ciudadanos catalanes y españoles (que como no les han dejado votar no hay manera de saber si son muchos o quizás no tantos) que buscan procedimientos legales para cambiar la legalidad y no los encuentran, y cuando creen que los han encontrado les aplican el Código Penal porque no eran los adecuados. En un Estado de Derecho no hay derecho a la rebelión porque hay derecho a la reforma. Mientras haya derecho a cambiar la ley legalmente, ni siquiera la democracia puede desobedecer la ley. Ahora bien, en esta ecuación, la fuerza con que se impone lo segundo depende, tan sólo, de la fuerza con que se afirma lo primero. Hay tanto menos derecho a desobeder la ley, cuanto más esté claro que hay derecho a cambiarla (legalmente). Por algún motivo que habrá que reflexionar, los votantes catalanes y sus representantes legítimos no han visto muy claro los cauces por los que se les ofrecía esa posibilidad de cambiar las leyes. Y cuando eso ocurre, la legalidad se fractura, surgen pretensiones de legalidad enfrentadas. Lo que sí que no ocurre es que los papeles se repartan como pretenden estos neoplatónicos conversos del PP (o los filósofos del grupo PRISA): por un lado, partidarios de la ley y, por otro, gente que se queda en taparrabos y, desde el Estado de Naturaleza, pretende construir leyes a su voluntad y capricho, amparándose en la democracia.
Aquí hay dos pretensiones de legalidad enfrentadas. Y no es extraño que sea así, porque los órdenes constitucionales nunca son perfectos, y el orden español arrastra heridas y cicatrices muy profundas desde el 78. Cuando eso ocurre, la democracia debe tener la palabra; la pelota, podríamos decir, cae en el tejado de la política. Cuando tienes centenares de millares de ciudadanos en la calle, no puedes pretender arreglar las cosas con el Código Penal, desde la convicción de que están llamando a la sedición o la rebelión. La aplicación del Código Penal no es una manera de hacer política. Tiene, eso sí, efectos políticos, pero muy contraproducentes y, a veces, imprevisibles. Si seguimos por este camino, acabará habiendo muertos. Y eso tendrá efectos políticos, pero incontrolables.
Cuando se enfrentan dos pretensiones de legalidad, no es lo mismo que cuando se enfrenta la ley al Estado de Naturaleza. A esto último lo llamamos civilización. Pero, si cuando se enfrentan dos pretensiones de legalidad, una de ellas se empeña en que la otra no es más que pura naturaleza que hay que civilizar, lo más probable es que, por el otro lado, se razone también de la misma manera. Para unos, en Cataluña se ha intentado ir más allá de la legalidad. Para otros, el Estado español, haciendo lo que siempre ha hecho, está llamando legalidad al puro uso de la fuerza bruta. Eso, con armas o sin ellas, se llama guerra.
La estricta letra de la ley –lo que llamamos legalidad–, no se enfrenta aquí al Estado de Naturaleza, sino a una pretensión de legalidad, a una posible legitimitad, más o menos discutible (pero que es en todo caso es lo que hay que discutir). Después de la todas las intrincadas discusiones –desde Weber a Ferrajoli pasando por Schmitt— sobre el asunto de “legalidad y legitimidad”, parece un poco delirante que Rajoy y el grupo PRISA zanjen la cuestión a golpes de porra y de aplicación de puro Código penal y Punto.
Cuando un Estado de Derecho se encuentra con centenares de miles de personas (más o menos la mitad de un territorio legalmente autónomo, además) en la calle, lo más obvio es que hay que ofrecerles cauces legales para expresarse y actuar políticamente. En principio, se ha hecho todo lo contrario. Para empezar se ha impedido incluso la posibilidad de contarlos mediante un referéndum, porque ya sólo contarlos era un delito, de modo que no sabemos siquiera cuántos son. ¿Qué más da el número si pretendían situarse fuera de la ley y ninguna minoría o mayoría democrática puede pretender suplantar a la ley o declararse en rebeldía? Pero, hay que insistir en ello, contra un Estado de Derecho hay tanto menos derecho a la rebelión cuanto más claras queden las vías por las que puede ser reformado (es decir, en suma, cuanto más sea verdad que es un Estado de Derecho y no una estafa mafiosa que se autodenomina como tal). No parece que prohibir votar en un referéndum (que podría haberse planteado por unos y otros como “consultivo”, aquí la responsabilidad es de ambas partes) sea la mejor manera de explicar a la población los cauces para la reforma. Y menos si se manda a la policía y se empiezan a detener representantes políticos respaldados legalmente.
Se ha dicho, a este último respecto, que no hay presos políticos, sino, en este caso, políticos presos. Uno podría estar de acuerdo también aquí, pero a condición de hacer algunas matizaciones que no suelen hacerse. Desde luego, Ignacio González o tantos otros políticos del PP que están en la cárcel no son presos políticos. Son políticos que han cometido un delito y están presos. Los Jordis han ido a la cárcel, se dice, por cometer un delito, no por sus ideas políticas. Pero supongo que, en el conflicto entre dos pretensiones de legalidad, habrá la posibilidad de razonar jurídicamente algunas posibles matizaciones. No es lo mismo que un político cometa un delito común, como un desfalco o una prevaricación, a que un político cometa un delito acogiéndose a un conflicto de legalidades que tiene que ser inevitablemente discutido políticamente. Naturalmente, aquí todo es cuestión de grados y de engorrosas matizaciones, todo depende de cómo de fundamentada esté esa pretensión de legalidad (algo que siempre es discutible pero que sólo puede discutirse políticamente). Como decía Ada Colau, siete años de manifestaciones asombrosamente masivas en las calles de Cataluña no parece, en todo caso, un detalle sin importancia. No, desde luego, como para que una de las legalidades confrontadas, se autoproclame la legalidad legítima y decida que no hay ahí problema político alguno, sino tan solo una cuestión penal que compete a fiscales, jueces y polícias (¡y eso incluso cuando a quien se está juzgando es al jefe de la policía de una comunidad autónoma!). Como bien ha dicho –en esta ocasión sí– Manuela Carmena, el Derecho Penal no es un buen instrumento para resolver problemas políticos, no sirve para resolver conflictos colectivos y menos de esta naturaleza, cuando hay enfrentadas dos pretensiones de legalidad (o me da igual: una legalidad y una pretensión de legalidad… aunque –seamos serios– eso será lo que dirán por ambos lados).
Cuando hay dos pretensiones de legalidad enfrentadas, lo peor que se puede hacer es armarlas para que midan sus fuerzas en el campo de batalla, algo que, suele comenzar por la conocida historia en la que unos ponen las balas y los otros los muertos tirados por las calles (luego ya empiezan a repartirse las armas y tenemos una guerra). Lo que hay que hacer es multiplicar los cauces legales para solucionar el problema y, si no existen, inventarlos lo más rápido posible. Durante las décadas del conflicto vasco, marcado por el terrorismo, muchos decíamos que la única posibilidad era especificar los cauces para hacer realidad lo que todo el mundo decía: que los fines independentistas eran perfectamente legítimos y viables, que lo malo eran los medios terroristas que se practicaban. Esta es una buena ocasión para demostrar que eso era verdad. Porque, de lo contrario, se abrirán, me temo, las vías para que vuelva a haber muertos, esta vez sin necesidad de terrorismo.
(Dicho esto, espero que se entienda que, por mi parte, soy de los que no terminan de comprender que gran parte de la izquierda haya apoyado eso que se ha llamado el procés. Y que si fuera catalán, desde luego, votaría un no rotundo en cualquier consulta sobre una declaración de independencia. Quizás era inútil aclararlo, pero, por si acaso).
Fuente: http://www.cuartopoder.es/ideas/2017/10/19/cataluna-el-conflicto-entre-democracia-y-legalidad/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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