No está claro que el artículo funcione cuando el Senado otorgue el plácet para activarlo
“Ha sido difícil anunciar el 155, pero ejecutarlo es imposible”. La confidencia de un alto funcionario del Estado resume la incertidumbre de Mariano Rajoy respecto a la eficacia de esta medida de coerción constitucional. Nunca se había utilizado en nuestra democracia. Y no está claro que funcione cuando el Senado otorgue el plácet para activarlo, tanto por la resistencia —activa o pasiva— que va a oponer la Generalitat de Cataluña como por la falta de tiempo —en principio, seis meses— y la precariedad misma del Estado español en el territorio hostil donde ha de consumarse la restauración de la legalidad
1. La resistencia activa. Será más o menos pintoresca la resistencia teatral que ofrezcan Carles Puigdemont y sus consejeros. Pueden hacer del palacio de la Generalitat una parodia de Masadá, pero relevarlos de sus cargos es bastante sencillo, como va a serlo sustituirlos por otros. El problema consiste en la obstrucción que puedan oponer los demás funcionarios, tanto de alta graduación como de menos galones. Ya han anunciado los periodistas de TV3, de Cataluña Ràdio y de la Agencia Catalana de Noticias que no acatarán la intervención de los nuevos gestores. Y les han secundado la gran mayoría de Ayuntamientos, los estamentos educativos —el sindicato mayoritario USTEC rechaza el 155 y renegará de los nuevos interlocutores— y hasta el cuerpo de bomberos, reacio por completo a reconocer la legitimidad de un “Estado invasor”. Queda pendiente de aclararse la posición de los 17.000 Mossos d’Esquadra. No cabe la desobediencia en un cuerpo policial y casi todos los sindicatos apuntan a que serán leales al nuevo mando que designe Madrid, pero el antecedente del 1-O contradice el optimismo, sin olvidar hasta qué extremos se han enrarecido las relaciones del cuerpo autonómico con la Policía Nacional y la Guardia Civil.
2. La resistencia pasiva. No hacen falta grandes movilizaciones ni revueltas para sabotear los planes del 155. Cataluña ha consolidado una Administración propia que reúne 200.000 funcionarios y que lleva cuatro décadas progresando en un régimen de autosuficiencia. Soraya Sáenz de Santamaría anunció que serían cesados o expedientados los empleados públicos desobedientes, pero hay maneras de paralizar el funcionamiento de la comunidad sin incurrir en delitos flagrantes, del mismo modo que es imposible organizar un escarmiento masivo. No ya porque la Administración catalana se paralizaría en un periodo de convulsión, sino porque no hay medios humanos para sustituir los extremos de una plantilla explícita o implícitamente desleal. El 155 naufragaría en un territorio hostil.
3. El tiempo. Las presiones del PSOE y de Ciudadanos resultaron determinantes para que Rajoy se comprometiera a resolver el 155 en seis meses. Era la manera de enfatizar una situación de interinidad breve y de tranquilizar a la opinión pública catalana —y la española—, pero semejante compromiso temporal hace todavía menos viable la capacidad de construir una suerte de Administración paralela o inducida. La propia sustitución de altos funcionarios requeriría unos trámites administrativos complejos, en tiempo y en filibusterismo. Quiere decirse que la única manera de ejecutar el 155 en seis meses camino de unas elecciones consistiría en que el Gobierno central encontrara en Cataluña una Administración leal y engrasada para la novedad. Y el escenario real es exactamente el contrario.
4. La inexistencia del Estado de Cataluña. El principal inconveniente de los planes de Rajoy radica en la práctica inexistencia del Estado español en Cataluña. Pudo observarse en el fallido plan de neutralización del referéndum del 1 de octubre, aunque no se trata de una gestión concreta, sino de un problema estructural. Únicamente el 9% de los empleados públicos de Cataluña proviene de la Administración central. La cifra es superior en la Comunidad Valenciana (16%) y en Andalucía (19%), mientras que en la Comunidad de Madrid alcanza el 39%. Ya explicaba en este periódico el profesor Andrés Betancor (Universidad Pompeu Fabra) que la presencia del Estado “es puramente residual, testimonial” y circunscrita a los cometidos de la Hacienda pública y de la Seguridad Social.
No teniendo músculo el Estado en Cataluña —842 jueces, 5.900 efectivos de los cuerpos de seguridad—, la crisis ha puesto en juego la emergencia de los refuerzos, pero también la precariedad con que se desenvuelven, resumida en el transatlántico del Piolín.
5. La precariedad del Estado mismo. El poder, el peso, del Estado español tiene más que ver con una visión mítica que con una realidad operativa. Más allá de la crisis catalana, el Estado se halla expuesto a una crisis de autoridad y de funcionamiento. Tanto por las sucesivas transferencias realizadas a las comunidades autónomas como por la política de privatizaciones —el Estado no lleva a casa el teléfono ni el gas ni la luz— y la circunstancia de una plantilla de funcionarios “analógica”, desmotivada y tentada por el sector privado. Es la perspectiva desde la que el propio Estado no podría emprender un plan de “socorro” en Cataluña sin que terminara resintiéndose el resto del territorio y la propia eficacia de la Administración, aunque el despliegue de refuerzos policiales no pone en peligro la seguridad el territorio.
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