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26 de octubre de 2017

Trump retoma la lucha contra el establishment estadounidense


por Thierry Meyssan

Desde finales de julio, el presidente de Estados Unidos ha estado dando la impresión de ser un bravucón que pone la paz mundial en peligro con sus declaraciones imprudentes. Este artículo muestra que, mientras hace esas intervenciones perentorias, Donald Trump, mantiene discretamente sus objetivos en materia de política exterior, a pesar de la oposición casi unánime del Congreso. Según el autor, Trump recurre a lo que hoy se designa como un «un recurso de comunicación»... lo que antes se llamaba un «doble juego». En todo caso, el presidente está tratando de hacer que sus amigos logren el control del Partido Republicano, lo cual le permitiría ser más racional en materia de comunicación y concretar más rápidamente su política anti-establishement.

Donald Trump concibió la idea de subir a la escena política a raíz de los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001, cuya versión oficial pone en tela de juicio. Sólo después de conocer a Steve Bannon, Trump decide participar en la carrera por la presidencia. Lo puso a la cabeza de su equipo de campaña y, después de ganar la elección, lo convirtió en su consejero especial. Los miembros del Congreso obligaron a Trump a sacarlo de la Casa Blanca, pero el presidente sigue apoyándolo por debajo de la mesa para hacerse del control del Partido Republicano. El objetivo de Trump y Bannon es convertir Estados Unidos en una República.

Trump ante el establishment

La crisis que enfrenta a Donald Trump con la clase dirigente estadounidense ha seguido agravándose a lo largo de los últimos 3 meses. Traicionando sin escrúpulos al presidente que antes respaldó como candidato, el Partido Republicano ha hecho alianza con su adversario –el Partido Demócrata– en contra de la Casa Blanca. Esas dos formaciones políticas adoptaron en el Congreso, el 27 y el 28 de julio, la “Ley de Actuación Contra los Adversarios de América A Través de Sanciones” (Countering America’s Adversaries Through Sanctions Act). Se trataba, ni más ni menos, que de despojar al presidente de sus prerrogativas en materia de política exterior [1].

En este artículo no tomaremos posición en ese conflicto. Lo que haremos será analizarlo para comprender las contradicciones permanentes entre las declaraciones y los actos así como las incoherencias de la política exterior de Estados Unidos.

Barack Obama gozaba del respaldo de su administración y por tanto utilizaba su comunicación para lograr que el pueblo de Estados Unidos y el mundo admitieran sus decisiones. Así desarrolló el arsenal nuclear mientras afirmaba que iba a desmantelarlo. Así incendió y ensangrentó el Medio Oriente ampliado después de anunciar un reset con el mundo musulmán, etc.

Donald Trump, por el contrario, está tratando de recuperar las instituciones de su país de manos de la clase dirigente para ponerlas al servicio del pueblo. Y para ello hace declaraciones en las que parece cambiar de opinión constantemente, sembrando así la confusión. Distrae a sus adversarios con sus gestos desordenados mientras que él prosigue pacientemente su política fuera de sus miradas.

Aunque ya lo hemos olvidado, en el momento de su llegada a la Casa Blanca, Donald Trump expresó posiciones que contradecían algunos de sus discursos electorales. Se le acusaba, entonces, de apartarse sistemáticamente de la política de su predecesor y de ser, en la práctica, demasiado favorable a Corea del Norte, Irán, Rusia y Venezuela.

Los comentaristas lo acusaban en aquel momento de ser incapaz de recurrir al uso de la fuerza y, en definitiva, de ser un aislacionista por debilidad, interpretación que abandonaron el 7 de abril, a raíz del bombardeo estadounidense contra la base siria de Shayrat con 59 misiles Tomahawk. Volviendo posteriormente a la carga, los mismos comentaristas volvieron a acusarlo de debilidad, pero ya para entonces lo hacían poniendo de relieve un relativismo moral que supuestamente impedía a Trump percibir lo peligrosos que eran los enemigos de Estados Unidos.

En el momento del voto casi unánime del Congreso en su contra, pareció que el presidente estaba derrotado. Se separó abruptamente de su consejero especial Steve Bannon y, en lo que pareció una reconciliación con el establishment, arremetió sucesivamente contra Corea del Norte, Venezuela, Rusia e Irán.

El 8 de agosto lanzó una diatriba contra Pyongyang, anunciando que las «amenazas» norcoreanas se verían frente al «fuego, el furor y la fuerza como nunca los había visto el mundo». Aquello desencadenó entre ambas partes una escalada verbal que hacía pensar en la inminencia de una guerra nuclear, al extremo que los japoneses bajaron a desempolvar los refugios antiatómicos y algunos habitantes de Guam, posesión estadounidense, prefirieron abandonar la isla.

El 11 de agosto, el presidente Trump declaró que no excluía la posibilidad de recurrir a «la opción militar» ante la «dictadura» del presidente venezolano Nicolás Maduro. Caracas respondió con la publicación en el New York Times de una página publicitaria completa donde lo acusaba de estar preparando un cambio de régimen en Venezuela, conforme al esquema de golpe de Estado utilizado en Chile contra Salvador Allende, y solicitaba la solidaridad del pueblo estadounidense frente a la política golpista [2].

El 31 de agosto, el Departamento de Estado inició una crisis diplomática con Rusia al ordenar el cierre de numerosos locales de la misión diplomática rusa en Estados Unidos y el recorte de la cantidad de diplomáticos rusos en suelo estadounidense. Aplicando el principio de reciprocidad, el ministerio ruso de Relaciones Exteriores cerró locales de la misión estadounidense en Rusia y redujo igualmente el personal diplomático estadounidense en su país.

El 13 de octubre, Donald Trump pronunció un discurso donde acusaba a Irán de ser el financista mundial del terrorismo y cuestionaba el acuerdo sobre el programa nuclear iraní que había negociado su predecesor, Barack Obama. Antes de ese discurso, el Departamento de Estado había emitido toda una serie de acusaciones del mismo corte contra el Hezbollah [3].

Para los comentaristas, Donald Trump está ¡por fin! siguiendo el camino correcto… pero va demasiado lejos y lo hace mal. Otros lo consideran simplemente como un enfermo mental y otros más dicen abrigar la esperanza de que esté aplicando la estrategia del «perro loco», como hizo Richard Nixon, consistente en asustar al enemigo haciéndole creer que uno es capaz de todo.

Pero, en la práctica, nada ha cambiado. Ni ante Corea del Norte, ni ante Venezuela, ni ante Rusia. Y tampoco en relación con Irán. Por el contrario, sigue adelante –en la medida de lo posible– la política de Trump contra la creación de Estados yihadistas. Los países del Golfo han abandonado la política de apoyo al Emirato Islámico (Daesh), que ha sido derrotado en Mosul y Raqqa. El yihadismo está descendiendo nuevamente a la categoría de sub-estado. Todo transcurre como si el presidente no hubiese hecho otra cosa que “hacer teatro” y ganar tiempo.

Bannon, el as en la manga

Del 13 al 15 de octubre tuvo lugar el encuentro Values Voter, en el Omni Shoreham Hotel de Washington. Un grupo de asociaciones de familias cristianas que la prensa dominante califica de racistas y homófobas organiza cada año esa conferencia. Esta vez numerosos oradores hicieron uso de la palabra, después del presidente de Estados Unidos, ante una audiencia eminentemente anti-establishment y Steve Bannon figuraba en el programa –a pedido del presidente Trump– a pesar de las protestas de algunos organizadores efectivamente homófobos que le guardan rencor a Bannon por haber popularizado al conferencista Milo Yiannopoulos, un joven homosexual que lucha contra la manipulación de los gays por parte de los demócratas.

Al hacer uso de la palabra, el ex consejero especial de la Casa Blanca arremetió de lleno contra los intereses de los multimillonarios de la globalización. Bannon, a pesar de que se le describe como un individuo de extrema derecha, milita a favor de que se le cobre a los súper-ricos un impuesto sobre el 44% de sus ingresos.

Bannon fustigó duramente a las élites, simultáneamente «corruptas e incompetentes», representadas por Hillary Clinton; gente que –subrayó Bannon– ha encontrado un interés personal en la destrucción de empleos en suelo estadounidense y en el traslado de esos puestos de trabajo hacia China. Bannon acusó a esas élites de tratar de destruir al presidente Trump, así como a su familia y amigos. Cuestionó al senador Bob Corker, por haberse burlado del comandante en jefe afirmando que es incapaz de dirigir el país sin provocar una Tercera Guerra Mundial, y al líder de la mayoría senatorial, Mitch McConnell, por organizar el sabotaje contra Trump. Bannon recordó además su visión del nacionalismo económico al servicio de la República estadounidense, igualitaria independientemente de la raza, la religión y la preferencia sexual de cada cual. Y concluyó diciendo que ya que el Partido Republicano ha declarado la guerra al pueblo estadounidense, este último le hará la guerra.

Los amigos de Bannon se pronunciaron de inmediato contra los caciques del Partido Republicano para arrebatarles las investiduras partidistas en todas las elecciones locales. Por ser esta una situación inédita, nadie sabe si lograrán alcanzar ese objetivo, pero es evidente que el éxito de Bannon en esta conferencia es para ellos un buen augurio.

El doble juego de la Casa Blanca

En una reunión del gabinete, el presidente Trump dijo entender la frustración de su ex consejero especial porque «el Congreso no está haciendo su trabajo», a pesar de que los republicanos son mayoritarios. Y después fue a exhibirse junto al senador McConnell asegurando que calmará a Bannon… sobre algunas cosas.

O sea, el presidente sigue con sus declaraciones extravagantes, para contentar al Congreso, mientras que utiliza a su ex consejero para deshacerse de los dirigentes del Partido Republicano.

Estamos siendo testigos de una lucha que ya no es de carácter político sino cultural. En ella se enfrentan el pensamiento puritano y las ideas de la República –o sea, del Bien Común [4].

Visto desde el exterior, nosotros constatamos que tras sus declaraciones extremas, Donald Trump prosigue discretamente su accionar contra Daesh. Cerró el flujo de fondos al Emirato Islámico y favoreció la recuperación de las ciudades que ese grupo yihadista consideraba como sus capitales. Convirtió la OTAN en una organización anti-yihadista. No podemos saber, por el momento, si continuará, después de la destrucción de Daesh, la lucha contra los demás grupos yihadistas ni cómo reaccionará ante las iniciativas del Pentágono tendientes a acabar con las estructuras de los Estados del noroeste de Latinoamérica y del sudeste asiático. Queda mucho camino por recorrer antes de lograr convertir el imperio decante en una República.

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