La oposición que el presidente Donald Trump está teniendo que enfrentar es tan fuerte que el plan de lucha contra el Emirato Islámico (Daesh), cuya presentación debía tener lugar el 22 de marzo en una cumbre de la coalición prevista en Washington, todavía no está listo. Su línea política sigue siendo poco clara. El único objetivo confirmado es la erradicación del yihadismo, pero no se ha resuelto ninguna de sus implicaciones.
El general Joseph Votel, jefe del CentCom, sigue sin presentar las opciones existentes en el terreno. Al parecer ya no habrá de hacerlo hasta el mes de abril.
En el terreno, todo se limita por tanto a un intercambio de información entre los estadounidenses, de un lado, y rusos e iraníes del otro. Para mantener la situación, estas 3 potencias han acordado evitar un enfrentamiento entre los turcos y los kurdos y se están realizando intensos bombardeos aéreos contra al-Qaeda, en Yemen, y contra el Emirato Islámico, en Irak. Pero no se ve nada decisivo. Se mantiene el compás de espera.
Quien se ocupa del manejo del terrorismo internacional por cuenta de Londres y Washington es la Liga Islámica Mundial, que ha venido haciéndolo desde 1962. La Liga Islámica Mundial abarca simultáneamente la Hermandad Musulmana –que se compone de árabes– y la Orden de los Naqchbandis –cuyos miembros son fundamentalmente turco-mongoles y caucásicos.
Hasta el inicio de la guerra de Yemen, el presupuesto militar de la Liga Islámica Mundial era más alto que el del ejército de Arabia Saudita, lo cual quiere decir que la Liga es el primer ejército privado del mundo, sobrepasando ampliamente al tristemente célebre Academi/Blackwater. Aunque es una fuerza estrictamente terrestre, resulta particularmente eficaz en la medida en que su logística depende directamente del Pentágono y porque dispone de numerosos combatientes suicidas.
Fue la Liga Islámica Mundial –o sea, la familia real de Arabia Saudita– quien garantizó a Londres y a Washington el personal que organizó en 2011 la segunda «Gran Rebelión Árabe», siguiendo el modelo de la que tuvo lugar en 1916, pero respondiendo esta vez a la denominación de «primavera árabe». En ambos casos, el objetivo era apoyarse en los wahabitas para redefinir las fronteras regionales en interés de los anglosajones.
Por consiguiente, ahora no se trata simplemente de abandonar el arma que constituye el terrorismo sino también:
de romper la alianza entre Londres y Washington tendiente a garantizar el control del Medio Oriente Ampliado;
de privar a Arabia Saudita y Turquía del arma que habían venido desarrollando por cuenta de Londres y de Washington durante más de medio siglo;
de decidir el futuro de Sudán, Túnez y Libia.
Por otro lado, hay que llegar también a un acuerdo con Alemania y Francia, países que desde 1978 acogieron dirigentes de la Hermandad Musulmana y financiaron la yihad.
Pero ya estamos viendo que el Reino Unido no está muy conforme con todo eso. Ahora resulta que fue el GCHQ –o sea, el servicio británico que se dedica a la intercepción satelital– la entidad que garantizó la escucha de las comunicaciones de la Trump Tower durante la campaña electoral estadounidense y el posterior periodo de transición. Por su parte, según la agencia jordana de noticias Petra, Arabia Saudita financió en secreto un tercio de la campaña electoral de Hillary Clinton contra Donald Trump.
Es por eso que el presidente Trump parece estar en busca de nuevos aliados cuyo respaldo le permita imponer el cambio.
Trump está organizando ahora un encuentro con el presidente chino Xi Jinping, durante el cual podría planificar la adhesión de Estados Unidos al banco chino de inversiones. Con esa jugada, Trump pondría a sus aliados ante el hecho consumado: si Estados Unidos participa en la construcción de las rutas de la seda, será imposible para el Reino Unido, Arabia Saudita, Turquía, Alemania y Francia continuar la yihad en Irak, Siria y Ucrania.
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