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13 de marzo de 2016

"Yo que te he criado. Yo, que invertí en ti, que te hice un hombre".

"Yo que te he criado. Yo, que invertí en ti, que te hice un hombre".
Ni Miranda Priestly se pondría así.
Por Mateo Sancho
Después de tres años en Estados Unidos y de haber trabajado en una empresa española y en otra local he llegado a la conclusión de que una compañía española es como un novio posesivo y celoso y al otro lado del charco se vive en régimen de pareja abierta.
España ofrece la estabilidad, el compromiso. Yo sentía que tenía mucha suerte de haber encontrado una empresa así: que me había dado la oportunidad de desarrollar nuevas facetas de mí mismo, a la que debía algo y tenía que dar explicaciones. Vivimos un idilio intenso y apasionado en el que no importaba nada: contigo pan y cebolla. Pero la rutina se fue apoderando de nosotros. Yo empecé a necesitar más dinero y ella empezó a traslucir quien realmente era: yo no le importaba nada, aunque le gustaba tenerme bajo control.
No me dejaba mirar hacia otras empresas, me aseguraba que no había nada mejor y que, a pesar de los sufrimientos, tenía que acordarme de épocas pasadas de romance. Por los viejos tiempos. Entre los dos podemos salvar las cenizas de nuestra relación: tenacidad, sacrificio. Quizá una terapia de pareja. Dame un voto de confianza, por favor. Yo que te he criado. Yo, que invertí en ti, que te hice un hombre. Sin embargo, llegó un momento en el que armé de valor y tomé la decisión.
No, no puse una demanda porque no llegamos a las manos, pero decidí que lo nuestro se había terminado. Intenté suavizar el golpe, hacerlo de la mejor manera posible, porque al final y al cabo, donde hubo fuego quedan cenizas y no me gusta acabar mal con nadie. Pero pronto ella reaccionó de manera temperamental, acusándome de haber perdido la cabeza primero, haciéndose la víctima después y hablando de alta traición finalmente. Ella me había recortado el sueldo, me había quitado privilegios… Pero yo era el que estaba equivocado, el malo, el que me había dejado deslumbrar por otras posibilidades, el que no entendía que, si yo me dejaba, ella me amaría para toda la vida. El que, por algún motivo oculto que seguro que me estaba guardando bajo manga, la dejaba abandonada. Ya llevamos un tiempo distanciados.
De vez en cuando me manda algún mensaje de que se acuerda de mí, pero rehizo su vida sin mayores dramas. Cumplió con lo acordado y me dieron algo de dinero, eso es verdad. Sin embargo, ahora sé que tomé la decisión adecuada. Que las relaciones de trabajo pueden ser otra cosa. Que el amor profesional no es eso. Empecé a salir con una empresa estadounidense y, aunque tienen unos códigos que al principio me costó entender y que pensaba que eran signo de vanidad y sectarismo, lo cierto es que hacen sentir mucho más respetado.
No tenemos una relación tan íntima, es verdad, pero creo que hay más honestidad. Incluso me agradece lo que hago por ella. Cuando nos conocimos sentí que no era yo el que le hacía un favor entablando esa relación, sino que era una cuestión de simbiosis. Ella quería sacar lo mejor de mí, no hacerme sufrir ni entablar una lucha de poder. Y yo daba más a gusto lo mejor de mí. Cuando un día le pedí más, entendió que quizá tenía razón, que quizá no me estaba dando suficiente y que era importante que yo estuviera satisfecho para que nuestra sinergia siguiera funcionando. Nunca me preguntó por mi vida privada. Solo quería saber si estaba bien, pero con un "fine, thank you" se conformaba. Es verdad que yo tampoco podía usar razones personales para justificar mis días menos productivos, pero a la larga me di cuenta de que eso, lejos de ser una presión, resultó ser un incentivo, porque aunque estaba acostumbrado a trabajar muy duro, antes la gratificación parecía un gesto de magnanimidad del jefe y no un mérito mío. Y así, llegó un día en el que gracias a esta relación con la empresa estadounidense, llegó una compañía más guapa, más rica y más prestigiosa y me echó una mirada seductora. Me dijo que le gustaba, que por qué no lo intentábamos. Dudé y me venían ecos del pasado: no quería abandonar a la empresa que me tenía contratado. Pero ella, lejos de asumir el rol de la despechada, luchó por mí.
Se comprometió a darme más para competir con la otra. Yo me sentí halagado, aunque me dio un poco de pudor. ¿De verdad esto está pasando? Finalmente, opté por el prestigio, que en Estados Unidos sí va acompañado de dinero. Me di cuenta de que me daba miedo entrar en esa dinámica de empresas españolas que, como son muy conocidas, piensan que estás ahí haciendo una inversión en tu CV y no hace falta que te remuneren especialmente bien. Así que, en contra del refrán español, finalmente decidí cambiar lo bueno conocido por lo bueno por conocer. Y, pese a todo, mis compañeros y mis jefes se alegraron por mí porque entendían que no les debía nada: que trabajo es trabajo. Y nada de chantajes emocionales. Todo lo contrario: me hicieron una fiesta y a los dos días ya habían encontrado a alguien igual de bueno que yo. Ese día entendí yo que la frase "nadie es imprescindible" no solo tiene la acepción predespido o política del terror a la española, sino también la de libertad para el empleado en Estados Unidos. Los odiamos a veces, son muy disfuncionales para muchas cosas, pero no suelen enredar las relaciones profesionales de sentimentalismo contraproducente. Y en eso, me temo que los que nos equivocamos somos nosotros

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