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9 de julio de 2017

El libro de Urantia La Estadía en Roma de Jesús


 PUESTO que Gonod era portador de los saludos de los príncipes de la India para el gobernador romano Tiberio, los dos indios y Jesús comparecieron ante éste al tercer día de su llegada a Roma. El malhumorado emperador estaba excepcionalmente alegre ese día y conversó largo rato con los tres. Cuando ellos se hubieron retirado de su presencia, el emperador, refiriéndose a Jesús, le comentó al ayudante que estaba de pie a su diestra: «Si tuviera yo el porte real de ese tipo y sus elegantes maneras, sería un verdadero emperador, ¿verdad?».
 Mientras estaba en Roma, Ganid disponía de horas regulares para el estudio y para visitar lugares de interés en la ciudad. Su padre tenía muchos negocios que hacer, y deseando que su hijo madurara y creciera con la capacidad para sucederle dignamente en el manejo de sus vastos intereses comerciales, pensó que había llegado el momento de presentar al muchacho en el mundo de los negocios. Había en Roma muchos ciudadanos de la India, y frecuentemente uno de los propios empleados de Gonod le acompañaba en calidad de intérprete, de manera que Jesús contaba a veces con enteros días libres; esto le permitió llegar a conocer bien esta ciudad de dos millones de habitantes. Se le encontraba con frecuencia en el foro, el centro de la vida política, legal y comercial. A menudo subía al Capitolio y allí ponderaba sobre la esclavitud de ignorancia en que estaban sumidos los romanos, mientras contemplaba el magnífico templo dedicado a Júpiter, Juno y Minerva. También pasaba mucho tiempo en la colina Palatina, asiento de la residencia del emperador, el templo de Apolo, y las bibliotecas griega y latina.
 En esta época el Imperio Romano incluía todo el sur de Europa, el Asia Menor, Siria, Egipto, y el noroeste de África; entre sus habitantes se contaban ciudadanos de todos los países del hemisferio oriental. Su deseo de estudiar y de mezclarse con este conjunto cosmopolita de mortales urantianos era la razón principal por la cual había Jesús convenido en participar en este viaje.
Jesús aprendió mucho sobre los hombres durante su estadía en Roma, pero la más valiosa de las múltiples experiencias de su permanencia de seis meses en esa ciudad fue su contacto con los líderes religiosos de la capital del imperio y la influencia que ejerció sobre ellos. Antes del fin de su primera semana en Roma, Jesús ya había localizado, y había trabado conocimiento con los principales líderes de los cínicos, los estoicos, y los cultos de misterio, en particular los del grupo mitraísta. Supiera o no Jesús que los judíos rechazarían su misión, previó con toda seguridad que sus mensajeros no tardarían en venir a Roma para proclamar el reino del cielo; y por lo tanto se dedicó a preparar, de la manera más sorprendente, el camino para la mejor y más segura recepción de su mensaje. Seleccionó a cinco entre los líderes de los estoicos, once de entre los cínicos, y dieciséis de los cultos de misterio y pasó gran parte de su tiempo libre durante casi seis meses en íntima asociación con estos maestros religiosos. Fue éste su método de instrucción: no atacó nunca sus errores ni tampoco mencionó jamás los defectos en las enseñanzas de estos líderes. En cada caso, seleccionaba la verdad dentro de lo que enseñaban y la embellecía e iluminaba ante sus ojos de manera que en muy breve tiempo esta expansión de la verdad desplazaba por sí sola al error que la acompañaba; así pues estos hombres y mujeres aleccionados por Jesús se preparaban para el subsecuente reconocimiento de verdades adicionales y similares en las enseñanzas de los primeros misioneros cristianos. Fue esta precoz aceptación de las doctrinas de los predicadores evangélicos la que dio tan poderoso impulso al rápido crecimiento del cristianismo en Roma y desde allí a todo el imperio.
La significación de esta su acción notable podrá entenderse mejor cuando os relatamos a vosotros el hecho de que, de este grupo romano de treinta y dos líderes religiosos aleccionados por Jesús, sólo dos no dieron frutos; los otros treinta se tornaron en individuos pivotales en el establecimiento del cristianismo en Roma, y algunos entre ellos contribuyeron incluso en la conversión del templo mitraísta principal en la primera iglesia cristiana de esa ciudad. Nosotros, que contemplamos las actividades humanas tras las bambalinas y a la luz de diecinueve siglos de tiempo, reconocemos sólo tres factores de valor fundamental en la temprana preparación del terreno para la expansión rápida del cristianismo por todas partes de Europa, a saber:
1. La elección y mantenimiento de Simón Pedro como apóstol.
2. La conversación en Jerusalén con Esteban, cuya muerte condujo a la conversión de Saulo de Tarso.
3. La preparación preliminar de estos treinta romanos para el subsiguiente liderazgo de la nueva religión en Roma y en todo el imperio.
En todas sus experiencias, ni Esteban ni los treinta elegidos jamás se dieron cuenta de que habían hablado cierta vez con la persona cuyo nombre llegaría a ser el tema de las enseñanzas religiosas de ellos. La obra de Jesús para con estos treinta y dos fue enteramente personal. Al laborar con estos individuos, el escriba de Damasco nunca se reunió con más de tres de ellos a la vez, rara vez con más de dos, y la mayoría de las veces les enseñaba individualmente. Pudo él llevar a cabo esta gran obra de enseñanza religiosa, porque estos hombres y mujeres no estaban atados a las tradiciones; no eran víctimas de prejuicios establecidos en cuanto al desarrollo futuro de las religiones.

Muchas veces en los años venideros Pedro, Pablo, y los otros maestros cristianos de Roma oyeron hablar de este escriba de Damasco que les había precedido, y quien tan obviamente (y, según pensaban ellos, inadvertidamente) había preparado el camino para la llegada del nuevo evangelio que ellos traían. Aunque Pablo no llegó nunca a sospechar la verdadera identidad de este escriba de Damasco, poco antes de su muerte, debido a la similitud de ciertas descripciones de la persona, llegó a la conclusión de que el «Hacedor de tiendas de Antioquía» era también el mismo «escriba de Damasco». En cierta ocasión, mientras predicaba en Roma, Simón Pedro, al escuchar una descripción del escriba de Damasco, sospechó que este individuo podría haber sido Jesús, pero desechó rápidamente la idea, sabiendo muy bien (según creía) que el Maestro no había estado nunca en Roma

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