PUESTO que Gonod era portador de los
saludos de los príncipes de la India para el gobernador romano Tiberio, los dos
indios y Jesús comparecieron ante éste al tercer día de su llegada a Roma. El
malhumorado emperador estaba excepcionalmente alegre ese día y conversó largo
rato con los tres. Cuando ellos se hubieron retirado de su presencia, el
emperador, refiriéndose a Jesús, le comentó al ayudante que estaba de pie a su
diestra: «Si tuviera yo el porte real de ese tipo y sus elegantes maneras,
sería un verdadero emperador, ¿verdad?».
Mientras estaba en Roma, Ganid
disponía de horas regulares para el estudio y para visitar lugares de interés
en la ciudad. Su padre tenía muchos negocios que hacer, y deseando que su hijo
madurara y creciera con la capacidad para sucederle dignamente en el manejo de
sus vastos intereses comerciales, pensó que había llegado el momento de
presentar al muchacho en el mundo de los negocios. Había en Roma muchos
ciudadanos de la India, y frecuentemente uno de los propios empleados de Gonod
le acompañaba en calidad de intérprete, de manera que Jesús contaba a veces con
enteros días libres; esto le permitió llegar a conocer bien esta ciudad de dos
millones de habitantes. Se le encontraba con frecuencia en el foro, el centro
de la vida política, legal y comercial. A menudo subía al Capitolio y allí
ponderaba sobre la esclavitud de ignorancia en que estaban sumidos los romanos,
mientras contemplaba el magnífico templo dedicado a Júpiter, Juno y Minerva.
También pasaba mucho tiempo en la colina Palatina, asiento de la residencia del
emperador, el templo de Apolo, y las bibliotecas griega y latina.
En esta época el Imperio Romano
incluía todo el sur de Europa, el Asia Menor, Siria, Egipto, y el noroeste de
África; entre sus habitantes se contaban ciudadanos de todos los países del
hemisferio oriental. Su deseo de estudiar y de mezclarse con este conjunto
cosmopolita de mortales urantianos era la razón principal por la cual había
Jesús convenido en participar en este viaje.
Jesús aprendió mucho sobre los hombres
durante su estadía en Roma, pero la más valiosa de las múltiples experiencias
de su permanencia de seis meses en esa ciudad fue su contacto con los líderes
religiosos de la capital del imperio y la influencia que ejerció sobre ellos.
Antes del fin de su primera semana en Roma, Jesús ya había localizado, y había
trabado conocimiento con los principales líderes de los cínicos, los estoicos,
y los cultos de misterio, en particular los del grupo mitraísta. Supiera o no
Jesús que los judíos rechazarían su misión, previó con toda seguridad que sus
mensajeros no tardarían en venir a Roma para proclamar el reino del cielo; y
por lo tanto se dedicó a preparar, de la manera más sorprendente, el camino
para la mejor y más segura recepción de su mensaje. Seleccionó a cinco entre
los líderes de los estoicos, once de entre los cínicos, y dieciséis de los
cultos de misterio y pasó gran parte de su tiempo libre durante casi seis meses
en íntima asociación con estos maestros religiosos. Fue éste su método de
instrucción: no atacó nunca sus errores ni tampoco mencionó jamás los defectos
en las enseñanzas de estos líderes. En cada caso, seleccionaba la verdad dentro
de lo que enseñaban y la embellecía e iluminaba ante sus ojos de manera que en
muy breve tiempo esta expansión de la verdad desplazaba por sí sola al error
que la acompañaba; así pues estos hombres y mujeres aleccionados por Jesús se
preparaban para el subsecuente reconocimiento de verdades adicionales y
similares en las enseñanzas de los primeros misioneros cristianos. Fue esta
precoz aceptación de las doctrinas de los predicadores evangélicos la que dio
tan poderoso impulso al rápido crecimiento del cristianismo en Roma y desde
allí a todo el imperio.
La significación de esta su acción notable
podrá entenderse mejor cuando os relatamos a vosotros el hecho de que, de este
grupo romano de treinta y dos líderes religiosos aleccionados por Jesús, sólo
dos no dieron frutos; los otros treinta se tornaron en individuos pivotales en
el establecimiento del cristianismo en Roma, y algunos entre ellos
contribuyeron incluso en la conversión del templo mitraísta principal en la
primera iglesia cristiana de esa ciudad. Nosotros, que contemplamos las
actividades humanas tras las bambalinas y a la luz de diecinueve siglos de
tiempo, reconocemos sólo tres factores de valor fundamental en la temprana
preparación del terreno para la expansión rápida del cristianismo por todas partes
de Europa, a saber:
1.
La elección y mantenimiento de Simón Pedro como apóstol.
2. La conversación en Jerusalén con
Esteban, cuya muerte condujo a la conversión de Saulo de Tarso.
3.
La preparación preliminar de estos treinta romanos para el subsiguiente
liderazgo de la nueva religión en Roma y en todo el imperio.
En todas sus experiencias, ni Esteban ni
los treinta elegidos jamás se dieron cuenta de que habían hablado cierta vez
con la persona cuyo nombre llegaría a ser el tema de las enseñanzas religiosas
de ellos. La obra de Jesús para con estos treinta y dos fue enteramente
personal. Al laborar con estos individuos, el escriba de Damasco nunca se
reunió con más de tres de ellos a la vez, rara vez con más de dos, y la mayoría
de las veces les enseñaba individualmente. Pudo él llevar a cabo esta gran obra
de enseñanza religiosa, porque estos hombres y mujeres no estaban atados a las
tradiciones; no eran víctimas de prejuicios establecidos en cuanto al
desarrollo futuro de las religiones.
Muchas veces en los años venideros Pedro,
Pablo, y los otros maestros cristianos de Roma oyeron hablar de este escriba de
Damasco que les había precedido, y quien tan obviamente (y, según pensaban
ellos, inadvertidamente) había preparado el camino para la llegada del nuevo
evangelio que ellos traían. Aunque Pablo no llegó nunca a sospechar la
verdadera identidad de este escriba de Damasco, poco antes de su muerte, debido
a la similitud de ciertas descripciones de la persona, llegó a la conclusión de
que el «Hacedor de tiendas de Antioquía» era también el mismo «escriba de
Damasco». En cierta ocasión, mientras predicaba en Roma, Simón Pedro, al
escuchar una descripción del escriba de Damasco, sospechó que este individuo
podría haber sido Jesús, pero desechó rápidamente la idea, sabiendo muy bien
(según creía) que el Maestro no había estado nunca en Roma
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