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23 de abril de 2018

Masa, poder y medios de comunicación
Strawberry y Cataluña, un destino común

Michel Fonte
Rebelión



En España la ley resucitó la Inquisición 
La actuación del Tribunal Supremo deja muchas dudas sobre su neutralidad, esto lo confirman las sentencias más recientes sobre los sujetos implicados en el proceso independentista en Cataluña. Con la liberticida “Ley mordaza” (Ley orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, vigente desde el 1 de julio de 2015) se persiguen rotundamente libertades como la de expresión, información y manifestación –a tal punto que ha sido cuestionada por diversas organizaciones por la tutela de los derechos humanos (Human Right y Amnistía Internacional) y hasta considerada como una herencia del peor régimen franquista por parte de la principal asociación mundial de periodistas (el Instituto Internacional de Prensa, IPI por sus siglas en inglés, de inspiración anglosajona)– otorgándoles a los órganos policiales y judiciales un poder desmesurado y a menudo arbitrario contra cualquier forma de critica y civil contestación. Es suficiente consultar las disposiciones del Capítulo III (Actuaciones para el mantenimiento y restablecimiento de la seguridad ciudadana), V (Régimen sancionador) y las sanciones pecuniarias previstas en los apartados del art. 39.1 [ a) para las infracciones muy graves, el grado mínimo comprenderá la multa de 30.001 a 220.000 euros; el grado medio, de 220.001 a 410.000 euros, y el grado máximo, de 410.001 a 600.000 euros. b) para las infracciones graves, el grado mínimo comprenderá la multa de 601 a 10.400; el grado medio, de 10.401 a 20.200 euros, y el grado máximo, de 20.201 a 30.000 euros.]   para comprender que su fin es callar al periodismo independiente, las pequeñas islas de prensa disidente y, sobre todo, la autonomía, a veces anarquista y ciertamente antisistema, de las redes sociales. En particular, se ha utilizado la concreta amenaza terrorista de pretexto y aprovechado de la salida de la crisis económica, para continuar una política de restricción de las libertades personales (Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo  que para atender compromisos europeos transpone, entre otras, la Directiva 2013/40/UE), de manera que después de menguar las garantías colectivas e individuales de matriz social y laboral (trabajo, salud, educación) y sus recursos, se han vulnerado algunos de los derechos de primera generación (libertad de expresión y reunión) convirtiendo los ciudadanos en súbditos de un estado ocupado por partidos oligárquicos. El Tribunal Supremo podría pasar a la historia al representar, a lo mejor sin su consentimiento, el Torquemada del nuevo milenio, no le faltan precedentes, como el caso César Strawberry (Sentencia N°: 4/2017 del 18/11/2017), líder de Def con Dos, condenado a un año de reclusión y seis y medio de inhabilitación absoluta, no por haber disparado o golpeado a alguien o atentado a la autoridad sino por seis tuits en los que expresando sus ideas, aunque fueran inoportunas y para muchos incluso desagradables, estigmatizaba el diferente modo de portarse de las víctimas del terrorismo (“Street Fighter, edición post-ETA: Ortega Lara versus Eduardo Madina”, “A Ortega Lara habría que secuestrarle ahora”), se mofaba de la larga vida de los integrantes, ya fallecidos, de la dictadura franquista comparándola con la trágica suerte del político Carrero Blanco asesinado por ETA (“Franco, Serrano Suñer, Arias Navarro, Fraga, Blas Piñar... si no les das lo que a Carrero Blanco, la longevidad se pone siempre de su lado”, “Cuántos deberían seguir el vuelo de Carrer Blanco”), bromeaba sobre el regalo de cumpleaños para el rey (“un roscón-bomba”), y construía una hipérbole por medio de una analogía entre dos posiciones consideradas   antidemocráticas, pareciendo expresar preferencia por la segunda (“El fascismo sin complejos de Aguirre me hace añorar hasta los GRAPO  [N. del A., Grupos de Resistencia Antifascista Primero de Octubre]”). En realidad, el artista fue penado por dar a conocer su sencilla opinión, lo que más inquieta es que hay un largo historial de fallos de condena en casos similares citados en la sentencia por parte del mismo Tribunal Supremo, pues, si se sigue en esta trayectoria prácticamente tendrían que ir a la cárcel todos los que hablan de política criticando y frecuentemente reprobando a sus principales exponentes. No es normal que en virtud de la ley se quiera recluir el cerebro de las personas y quitarles la naturaleza de los malos sentimientos, visto que leyendo la resolución del Tribunal Supremo se deduce que la infracción principal del cantante fue la de manifestar su odio (“[sus palabras] alimentan el discurso del odio, legitiman el terrorismo como fórmula de solución de los conflictos sociales y, lo que es más importante, obligan a la víctima al recuerdo de la lacerante vivencia de la amenaza, el secuestro o el asesinato de un familiar cercano”), o sea, una repulsión que a todos les pasa en ciertas circunstancias y con referencia a algunas personas, además de imputársele el enaltecimiento del terrorismo, dato dudoso puesto que no hay evidencias de su respaldo o que sea un facilitador del mismo o que tenga alguna vinculación con ETA o los GRAPO. Asimismo resulta kafkiana, bajo el punto de vista penal, la responsabilidad por haber suscitado en las víctimas del terrorismo los recuerdos de la lacerante vivencia de la amenaza, el secuestro o el asesinato de un familiar cercano, porque, a lo más, se le puede reprochar una falta de sensibilidad que hoy en día comparte con muchos representantes del mundo político y empresarial. No es un caso que el único juez que votó en contra del fallo, el Sr. Perfecto Andrés Ibáñez, declaró que los tuits del condenado: “No pasan de ser meros exabruptos sin mayor recorrido, que se agotan en sí mismos; desde luego francamente inaceptables, pero esto solo”; en cambio, tuvieron diferente valoración del asunto los otros cuatros componentes de la Sala de lo Penal, entre ellos el magistrado Pablo Llarena, que bajo el ponente Manuel Marchena, por una parte afirmaron cabalmente y con sensatez que “el derecho penal no puede prohibir el odio, no puede castigar el ciudadano que odia”   y por otra parte, con referencia al aspecto psicológico, puntualizaron que “el vocablo discurso  (del odio), en su simple acepción gramatical, evoca un acto racional de comunicación cuya punición no debería hacerse depender del sentimiento que anima a quien lo pronuncia”.
Dicho de otra manera, recae en el poder ampliamente discrecional de los jueces decidir si un discurso, escrito o comentario de aversión es la consecuencia de una firme convicción racional proveniente de una fe, una ideología, una doctrina o, por el contrario, la espontánea manifestación de un sentimiento. A esta altura, se plantean dos problemáticas jurídicas, la primera es individuar en un discurso del odio –algo nada fácil– la exacta medición de racionalidad y emotividad para dirimir la culpabilidad del acusado, probablemente aún más complicado sería hacerlo enfocándose sobre las arengas de los políticos (¿Cuánto odio racional y emotivo se desprende de la incontinencia verbal de Trump? ¿Cuánto resentimiento metódico cabe en el discurso de Soraya Sáenz de Santamaría el 16 de diciembre de 2017?), la segunda, que el precepto no contempla, es distinguir entre aserciones que son el resultado de una elemental disposición emocional en una ocasión precisa, que por su naturaleza es transitoria, y las que se originan de un estado de ánimo, es decir un trastorno persistente del universo psíquico personal, concretándose en actos repetidos no abarcables en la descripción del art. 578 CP por falta de racionalidad, aunque tal vez sean de matriz delictiva. Una casuística que los magistrados desatienden por completo en el momento en que detectando en la reiteración de la conducta una prueba del delito afirman: “No se trata de un hecho involuntario ni de un acontecer puntual, ni de una actuación excepcional o incontrolable, ni de una reacción momentánea, ni de una respuesta emocional a un suceso reciente, sino de una voluntaria y permanente actuación agresora y promotora de la violencia terrorista, que jurídicamente debe considerarse continuada en el tiempo”.
Y encima, la potestad interpretativa del juzgado crece de manera desproporcionada si se considera que el mismo en dictar sentencia precisa que “la interpretación de un precepto como el art. 578 CP no está exenta de dificultades. De una parte porque no faltan autorizados juristas que estiman que el delito de enaltecimiento del terrorismo o de desprecio y humillación a las víctimas representa la negación de los principios que han de informar el sistema penal. De otra porque la necesidad de ponderar en nuestro análisis los limites de la libertad de expresión y de hacerlo a partir de la equivoca locución –discurso del odio– con la que pretende justificarse la punición, no hacen sino añadir obstáculos a la labor interpretativa. Las dificultades se multiplican cuando de lo que se trata es determinar, como en tantas otras ocasiones, el alcance de lo intolerable”.
En esa enunciación los jueces hacen referencia a la aludida Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, que con el art. 235.1 apartados a), b) y c) ha modificado el art. 510 CP, el así llamado “discurso del odio y negacionismo”. La reforma subestima las dificultades de circunscribir la definición de odio en las manifestaciones de las ideas, mientras que se preocupa excesivamente de los instrumentos a través de los que se va a exteriorizar, de esta manera, y a falta de un fundamento jurídico claro, se produce una superposición entre infracción y medio de difusión, razón por la cual no solo este ultimo tiene más relevancia que el presunto crimen sino que, impropiamente, es el utilizo, la notoriedad y el tráfico generado por el medio (la cantidad de personas que puede alcanzar) que configura el delito. Todo esto parece comprobado por el mismo Tribunal Supremo cuando refiriéndose al uso de los foros sociales por parte del condenado y citando el número de sus seguidores (8.000) y la fecha de creación de su cuenta Twitter (2012), declara que “la gravedad de esas expresiones, su conexión directa con terribles crímenes efectivamente cometidos en los últimos años de nuestra historia, y la utilización de la red informática, excluyen de modo manifiesto la ingenuidad, frivolidad o falta de trascendencia”, y también sostiene que “la extensión actual de las nuevas tecnologías al servicio de la comunicación intensifica de forma exponencial el daño de afirmaciones o mensajes... quien hoy incita a la violencia en una red social sabe que su mensaje se incorpora a las redes telemáticas con vocación de perpetuidad... pues desde que ese mensaje llega a manos de su destinatario éste puede multiplicar su impacto mediante sucesivos y renovados actos de transmisión... los modelos comunicativos clásicos implicaban una limitación en los efectos nocivos de todo delito que hoy, sin embargo, está ausente. Este dato, ligado al inevitable recorrido transnacional de esos mensajes, ha de ser tenido en cuenta en el momento de ponderar el impacto de los enunciados y mensajes que han de ser sometidos a valoración jurídico-penal”.
En resumen, el contenido y la interpretación de la ley acaban persiguiendo a usuarios de redes sociales y blogs sin tener en cuenta el contexto (espacios virtuales que han reemplazado las tradicionales plazas y canchas), el perfile y espesor cultural del investigado (si es o no un profesional del mundo de la comunicación o del arte), las polisemias de mensajes y comentarios (bromas, estupideces, paradojas, metáforas y todo eso), así como sus finalidades (“La estructura típica del delito previsto en el art. 578 del CP no precisa la acreditación de con qué finalidad se ejecutan los actos de enaltecimiento o humillación”). Los fundamentos jurídicos escogidos por el juzgado vienen a confirmarlo al rechazar categóricamente el concepto hermenéutico de alteridad del texto tal como formulado por Gadamer y destacados filósofos del derecho (“Esta Sala no puede identificarse con una interpretación del art. 578 del CP que para su aplicación exija la valoración de un dictamen pericial sobre la etiqueta que el autor reivindica para su propia obra artística. Entre otras razones, porque esos complementos explicativos no se incluyen en el mensaje de burla. Éste llega a la víctima en su integridad, sin matices aclaratorios de la verdadera intención del autor que los suscribe”), y enfocándose casi exclusivamente sobre la elección y la duración de uso de las redes sociales y otros medios de comunicación masiva (“Basta con la reiteración consciente de esos mensajes a través de una cuenta de Twitter, para descartar cualquier duda acerca de si el autor captó con el dolo los elementos del tipo objetivo” y concluye que “el hecho de que se trate de unos mensajes difundidos a partir de una cuenta de Twitter con más de 8.000 seguidores, cada uno de ellos potenciales redireccionantes de tales mensajes, descarta la calificación de los hechos como de menor gravedad”). Se trata de unas consideraciones que tienen gran importancia, porque a partir de ellas se desencadena una “Inquisición”, sin precedentes, de todos los contenidos que circulan por Internet, determinando una censura –también preventiva por el temor de verse expuesto a enfrentar un proceso penal– que se convierte en una patente vulneración de la libertad de expresión.
El síndrome de Madrid y la criminalización de la masa
Si se examinan las modalidades de nómina de los magistrados del Tribunal Supremo se comprende que es el lugar menos adecuado para obtener una justicia inmune de interferencias, ya que sus integrantes son nombrados por el Rey a propuesta del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), que a su vez está compuesto por jueces en servicio activo (12) y juristas (8) todos elegidos por Las Cortes Generales, es decir, el poder legislativo, como si eso no bastara, la multiplicidad de sus competencias (civil, penal contencioso-administrativo y social) le atribuye un rol jurisdiccional omnívoro que a menudo genera injerencias y presiones externas. De otra parte, hace más de tres décadas que el sistema judicial sufre una perniciosa politización, principalmente en su cúpula, a la que está sujeto también el Tribunal Constitucional (TC), debido a que la casi totalidad de sus magistrados (12) son expresión de las Cámaras (8) y del poder ejecutivo (2). Se puede correctamente reconocer un empeoramiento de la autonomía de los jueces en la reforma del Consejo General del Poder Judicial de 2013 (Ley Orgánica 4/2013, de 28 de junio, de reforma del Consejo General del Poder Judicial) aunque su preámbulo citaba como principio el cumplimiento del dictado constitucional en lo que se refiere a la participación de la totalidad de los miembros de la carrera judicial (art. 122.3), postulado que se ha concretizado por cada juez o magistrado en la posibilidad de presentar su candidatura aportando el aval de veinticinco miembros de la carrera judicial en servicio activo o el de una Asociación judicial legalmente constituida. De hecho, tanto con la precedente Ley Orgánica 2/2001, de 28 de junio, sobre composición del Consejo General del Poder Judicial –que garantizaba la participación a través de un listado de 36 candidatos a proponer (el triple de los doce puestos disponibles) de las asociaciones profesionales de jueces y magistrados– como con la normativa vigente, son siempre el Congreso de los Diputados y el Senado que eligen a los veinte componentes del organismo, razón por la cual los jueces siguen siendo solidarios rehenes de la partidocracia, que entretanto ha degenerado en un círculo elitista, cerrado y opaco, manifestando el síndrome de Madrid, o sea, una relación de complicidad con un fuerte vínculo de mutuo beneficio. Está claro que la imperfecta separación de poderes en la constitución española es una grave mutilación de la arquitectura institucional, ya que el poder judicial presenta un congénito defecto que desata la sospecha, particularmente en estos últimos convulsos meses, que actué como brazo derecho del ejecutivo.
El fallo del togado Pablo Llarena de 23 de marzo de 2018 queda bajo la lupa de los observadores escépticos sobre su imparcialidad, ya que adopta unas medidas cautelares que son una desorbitada consecuencia de la interpretación inexacta, penalmente hablando, de los acontecimientos ocurridos desde el 29 de septiembre de 2014 hasta el 1 de octubre de 2017 (auto de 21 de marzo de 2018, Causa especial núm.: 20907/2017), entrando en lo específico, manifestaciones pacificas son calificadas como delito de rebelión, ignorando por completo que los incidentales enfrentamientos que se produjeron entre ciudadanos y policías fueron el efecto de un duro antagonismo político que nunca se convirtió en una violencia organizada y sistemática (alzamiento), a pesar de que hubo unos ocasionales tumultos connaturalizados con el clima de creciente tensión y que normalmente estallan, hasta más virulentos, durante huelgas generales. Probablemente los magistrados no están al tanto de los acaecimientos de la contracumbre de Génova (del 19 al 22 de julio de 2001), en la que sí que se desató una lucha generalizada y planeada entre manifestantes y fuerzas del orden con ataques a estaciones de servicio, propiedades de multinacionales y del estado, lanzamientos de bombas molotov y piedras, incendio de más de un millar de coches, brutales cargas policiales, torturas, explosiones, actos de vandalismo y barricadas, que taparon la ciudad italiana de una nube negra de humo y gases lacrimógenos y que terminó con centenares de agentes heridos e incluso un joven matado de un tiro en la cabeza procedente de una furgoneta de carabineros. El alto nivel de civilidad en Cataluña no ha permitido tales barbaridades, por lo tanto no se entiende lo de definir, con un sutil juego de palabras, la acción de los demostrantes como “actuar violentamente”, salvo que también en esta circunstancia el Tribunal Supremo, al igual que en el “discurso del odio”, encuentre la prueba del crimen en la capacidad de los independentistas de agregar y conectar personas para sostener y defender su proyecto. Los sucesos incriminados son explicados en el auto de 21 de marzo de 2018 en que se lee: “Los hechos que se han relatado como acaecidos el día 20 de septiembre de 2017 ante la sede de la Consejería de Economía y Hacienda, reflejan todas las exigencias que se han identificado para un actuar violento y aún para la violencia... Se ha descrito que se produjo una congregación de 60.000 personas que se oponían a la presencia y actuación de las fuerzas policiales, y los hechos que allí acontecieron muestran que la muchedumbre actuó como una  masa de fuerza  que, además de destrozar los vehículos policiales, atacó bienes personales mediante el lanzamiento de objetos, o impidiendo que los acosados pudieran ejercer su libertad de acción y deambulación durante las largas horas que duró el asedio. En modo alguno puede entenderse que el cerco tuviera un contenido exclusivamente intimidatorio, pues si la intimidación supone una lesión de la capacidad de decisión del sujeto pasivo, los hechos aquí expuestos determinaron el efecto inherente a la violencia, esto es, una real restricción de la capacidad de actuación como consecuencia del uso de la fuerza, tal y como ocurriría en un supuesto de toma de rehenes mediante disparos al aire”.
En sustancia, no se individua la violencia en lo salvajismo de los que acudieron a la concentración (destrozar los vehículos policiales, asaltar bienes personales) sino en su capacidad de limitar la actuación ajena, en este sentido, seria útil que el juzgado echara un vistazo al formidable ensayo de Elías Canetti, “Masa y Poder”, para comprender que la “Masa de acoso” que el Excmo. Sr. D. Pablo Llarena denomina como “masa de fuerza” poniendo la expresión en negrita, es una multitud que por decirla con las palabras del autor: “Sale a matar y sabe a quien quiere matar. Con una decisión sin parangón avanza hacia la meta; es imposible privarla de ella. Basta dar a conocer tal meta, basta comunicar quien debe morir, para que la masa se forme... la víctima nada puede hacer. Huye o perece”.
Analizando los acaecimientos de aquel día muy tenso, se deduce que la masa de acoso o de fuerza era en realidad una “masa de inversión”, dicho de otra manera, una reunión pacifica de individuos que negándose a atacar se limitaba a rechazar categóricamente las ordenes del grupo superior, desconociendo su primacía jurídica, moral y cultural, porque como dice Canetti: “Ya ha llegado el momento en que los muchos corderos se vuelvan contra los pocos lobos. Su número debe compensar lo que les falta en experiencia de maldad”.
Otro punto equivoco de la sentencia es la reconstrucción de un extenso historial para demostrar la tesis de la rebelión que en cambio le fue cabalmente refutado a Strawberry, afirmando que “el objeto del presente proceso no era la actitud del acusado hace varias decenas de años frente al fenómeno terrorista, sino los mensajes de humillación que difundió valiéndose de Twitter entre noviembre de 2013 y enero de 2014”, pues, parece más que cuestionable que los antecedentes tengan relevancia en un caso y en otro no, porque si hablamos desde un punto de vista estrictamente político, está claro que hubo rebelión, de otra parte no se conoce ninguna DUI que ha sido conseguida sin infringir la ley y una fuerte conflictividad entre los actores del proceso de secesión o desintegración territorial, excepto las pocas separaciones iniciadas por acuerdo recíproco y sin trastornos interiores, pero en el aspecto jurídico-penal, que es lo que interesa en el proceso, faltan las evidencias para que se pueda hablar de alzamiento público y violento.
El estado policial dispara el riesgo de una fusión terrorista
La resolución haciendo referencia al llamado Libro Blanco de la Transición Nacional de Cataluña  presentado el 29 de septiembre de 2014, destaca que el objetivo era conseguir la independencia primariamente “mediante un marco de colaboración negociada con el Gobierno español”, pero si no se llegaba al trato, se debía alcanzar de manera unilateral, de todos modos fomentando la movilización popular. Sin embargo la participación de la ciudadanía tenía que ser siempre pacífica, como relatado en el documento redactado el 12 de abril de 2015 por la Asamblea Nacional Catalana (ANC) y en las declaraciones oficiales de sus representantes. El mismo concepto, atestiguado por los mensajes publicados en sus cuentas de Twitter, fue repetido por Jordi Sánchez y Jordi Cuixart el día 20 de septiembre de 2017, cuando convocaron a la población a que se reuniera delante de la Consejería de Economía y Hacienda. A pesar de eso, la Sala de lo Penal indica como crimen de rebelión la directa y perseverante llamada a la protesta de la sociedad catalana por parte de todos los encausados –dado que estos, según la reconstrucción de los hechos, la consideraban un elemento fundamental para conseguir la nacida de la nueva república (págs. 4, 10, 32, 33, 38, 39, 40, 41, 42, 45, 46, 47, 48, 52, 57, 59, 60, 61)– y, además, recordando la intención de su “utilizo instrumental” a partir del aludido Libro Blanco y de los primeros acuerdos soberanistas, extrañamente asevera que “era este el único mecanismo con que se contaba para superar una oposición del Estado que resultaba ineludible”.
No se entiende como podría un movimiento mantenerse en el marco democrático para perseguir su objetivo sin contar con el consenso popular, por el contrario, es cuando falta este tipo de apoyo que se materializa la fundación de una sociedad secreta o clandestina –prohibida por la Constitución de 1978 (art. 22) aunque la norma misteriosamente no se ha desarrollado en el código penal– o aún peor un grupo subversivo. Obviamente, puede también producirse la anómala situación de una banda terrorista que goce de un fuerte respaldo social, pero la característica que diferencia esta clase de organización política es propiamente la opción de la lucha armada como medio para conseguir sus fines (independencia o revolución), situación que nunca se destapó en Cataluña y ya bastaría para comprender que no hay rastros del delito imputado a los procesados. La otra prueba que el instructor del auto aduce para sostener la actuación violenta de los participantes es el listado completo de los heridos entre los agentes de policía, en particular, después de mencionar lacónicamente los civiles lastimados por las fuerzas del orden, se documentan 95 lesionados, es decir el 0.5% de unos 20.000 integrantes entre Policía Nacional y Guardia Civil desplegados en la región durante el referéndum. El dato se achica evaluando que solo 2 de esos 95 perjudicados sufrieron un daño serio (dos guardias civiles que padecieron respectivamente el impacto de un proyectil en el ojo, ciertamente disparado por un colega, y la fractura de la falange de un dedo), y encima, lo que más impresiona, es que la mayoría de los enfrentamientos, 27 sobre un total de 36, se originaron en las mesas electorales como resultado de la dura intervención policial, sin embargo esas 27 mesas representaron apenas el 1.2% de los 2.259 centros de votación donde el proceso se desarrolló con tranquilidad porque la gente solo quería votar. Con objetividad se puede decir que no hubo ningún plan de agresión premeditada para apoyar la secesión ni se organizaron acosos, asaltos y caza general al policía, tampoco en la multitudinaria convocación del 20-D, mientras que los choques que se registraron, a parte unos muy pocos, fueron el resultado de resistencia pasiva o no-violenta cuyos medios, entre otros, abarcan las marchas pacíficas, el encierro voluntario, las sentadas y los piquetes informativos (también llevados a cabo a través de las redes sociales), todas modalidades lejos de lo que el auto define “muestra de su voluntad de incorporar la utilización de la fuerza al mecanismo para conseguir una secesión a la que no quería renunciarse”.
Con eso no se quiere promover una inacción del poder judicial, es evidente que su deber es garantizar siempre el cumplimento de la ley, aun cuando sea injusta, pero puesto que las características de la norma –específicamente generalidad, abstracción y legitimidad– se aplican a casos concretos, la Sala debe sopesar elementos de la realidad, lo que no parece haya hecho el juez Llarena, que prescindiendo por completo de un análisis político-institucional del asunto, enfatiza la contraposición individuando violencia donde no cabe y además atribuyendo a las masas y a sus convocatorias una naturaleza delictiva antes de encontrar elementos penalmente relevantes (“el relato de hechos que se ha descrito muestra que quienes realizaron aportaciones principales al núcleo del hecho con posterioridad al 20 de septiembre, desde luego se representaron que el fanatismo violento de muchos de sus seguidores había de desatarse”).
La interpretación que ha prevalecido es muy singular, porque basta una muchedumbre que integre la ostentación de una fuerza y se muestre disponible a usarla para que haya delito, es como si a un hombre por ser alto y musculoso se le acusara de ser un agresor, he ahí que se materializa la cita de Nietzsche: “La interpretación que prevalece en un momento dado es una función del poder y no de la verdad”. Entonces, si es claro que muchos se saltaron la ley y que entre ellos solo unos cometieron delitos de sedición (art. 544 y 545 CP) y otros de desobediencia (art. 410 CP) y prevaricación (art. 404 CP), en cambio queda cuestionada la malversación y totalmente incongruente el delito de rebelión (art. 472 y 473 CP), sobre todo si se tiene en cuenta que el mismo magistrado en el auto dictado el 9 de noviembre de 2017 concerniente María Carme Forcadell, Lluis Maria Corominas, Lluís Guinó, Anna Simó, Ramona Barrufet y Joan Josep Nuet argumentó que la renuncia de la violencia contradistinguió a los individuos que integraron una reacción pública y que fue “evidente que el civismo acompañó a las decenas de miles de ciudadanos que se movilizaron ante los numerosos llamamientos públicos que recibieron”.
Como dijo el Arzobispo de Barcelona, Juan José Omella, ya ha llegado el momento de reanudar el diálogo para devolver el asunto al ámbito político al que pertenece, para lograrlo se necesita una reflexión serena sobre la situación de todos los que se encuentran presos y hacerlo antes de que la justicia produzca, como enseña la película libanesa “El Insulto” de Ziad Doueiri, desenlaces irreversibles. Pero primero los partidos de gobierno, y en particular el PP y el PSOE, tienen que tomar conciencia de la ruptura del tradicional monopolio de los medios de comunicación, el modelo televisivo, "instrumento del poder y poder en sí mismo” (Escritos Corsarios, P. P. Pasolini), ha sido totalitario y opresivo como ningún canal de información, escogiendo arbitrariamente durante cincuenta años los mensajes que debían pasar y los que se debían ocultar, en esa manera ha forjado en la sociedad civil una mentalidad funcional a los objetivos y al papel de la clase política dominante. Hoy en día esa imposición de visión unilateral del mundo se acabó, el ascenso de Internet ha puesto en marcha una inesperada pluralización en que ha desaparecido la histórica separación entre proveedor y consumidor de noticias, periodista y lector, la hibridación de los roles les ha quitado a los gobiernos una extraordinaria y eficiente arma de propaganda y manipulación, y como consecuencia en España y otros países se ha buscado una desacertada solución criminalizando los medios masivos de nueva generación, las opiniones que a través de la plataformas sociales obtienen la aprobación de las masas virtuales y reales, y a las mismas masas. La actitud de eliminar cualquier disenso por vía judicial está incubando un estado policial que afecta la salud democrática de la monarquía parlamentaria, de seguir así no solo la contestación se endurecerá sino que podría encontrar formas de manifestación en fenómenos perjudiciales, como la trasformación de la libertad de expresión reprimida en una fusión terrorista contra el estado central abogada por amplios sectores de la sociedad civil.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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