Elena tenía 47 años cuando decidió adoptar. No un niño. Ni un perro. Ni un gato siquiera.
Lo que adoptó… fue el silencio.
Vivía sola en un piso pequeño, rodeada de plantas, libros subrayados y tazas que coleccionaba sin saber por qué. Había pasado la vida postergando cosas. El amor, los viajes, los hijos. Siempre había algo más urgente. Hasta que un día se detuvo y se dio cuenta de que ya no tenía nada urgente.
Ni nada.
Un martes cualquiera, bajó al contenedor y lo oyó.
Un maullido.
Suave.
Insistente.
Roto.
Buscó con la mirada. Nada.
Hasta que abrió la tapa de un cubo.
Y lo vio.
Un gato pequeño, sucio, con el rabo roto y los ojos llenos de legañas. Apenas respiraba.
No lo pensó. Lo envolvió con su bufanda y lo subió.
Lo lavó. Lo secó. Le habló.
—No sé si vas a sobrevivir, chiquitín… pero al menos no vas a morir solo.
Pasó la noche despierta. Él, acurrucado en su pecho.
Ella, abrazándolo como si tuviera que retener algo más que un gato.
Contra todo pronóstico, el gato vivió.
Y no solo eso.
Volvió a caminar.
A comer.
A ronronear.
Y cada vez que Elena llegaba del trabajo, él corría a la puerta.
Aunque no tuviera cola.
Aunque cojeaba de una pata.
Lo llamaron Remo.
Por lo que cuesta remar cuando todo parece en contra.
Los meses pasaron.
Y con el gato, llegó la costumbre.
La rutina.
El calor.
Elena volvió a reír.
A dormir con el cuerpo relajado.
A hablar en voz alta, sabiendo que alguien la escuchaba… aunque no respondiera.
Una tarde de domingo, mientras Remo dormía sobre su regazo, su amiga Julia le preguntó:
—¿Te das cuenta de que no fuiste tú quien lo salvó?
Elena alzó la vista.
—¿Qué quieres decir?
—Que ese gato llegó cuando más lo necesitabas. Cuando estabas empezando a desaparecer. Él fue tu recordatorio.
Elena bajó la mirada.
Remo estaba allí, con su panza expuesta, su hocico húmedo, su cuerpecito pegado al suyo como si fueran uno.
Y entonces lo entendió.
No lo había adoptado.
Él la eligió.
No todas las adopciones tienen formularios.
Algunas solo necesitan una coincidencia, una herida y un corazón dispuesto a amar lo que aún está roto.
Desde entonces, cada vez que alguien preguntaba por qué no se había casado, tenido hijos o formado una familia “como se esperaba”, Elena respondía:
—No todos adoptamos niños. Algunos adoptamos almas.
Y a veces… esas almas maúllan.
“Hay seres que llegan sin ser llamados, pero se quedan como si fueran promesa.”

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