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2 de abril de 2016

Las mentiras del tratado europeo



El club de los macabros: la necesidad de ruptura con la Unión Europea



diagonalperiodico.net  


Hay votantes progresistas de mentalidad internacionalista que consideran que, a pesar de sus defectos, la Unión Europea es una fuerza para el bien. Sin embargo, después de la debacle griega, la idea de la salida británica de la Unión Europea –conocida también como Brexit– está en primera línea de la agenda y no habrá manera de convencer a estos votantes de que permanezcan en este club de macabros.
O así parecía. Algunos comentaristas destacados de la izquierda como George Monbiot y Owen Jones han dicho que el trato dado a Grecia y la imposición de un 'nuevo Tratado de Versalles' –que es como el célebre motorista y exministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis, describe el tercer rescate– pueden ser la gota que colme el vaso. Pero otras personas como la parlamentaria del Partido Verde, Caroline Lucas, se han dado prisa para combatir este euroescepticismo de izquierdas, alegando que el problema reside en los Gobiernos nacionales que forman la Unión Europea y que si los votantes eligieran a partidos más progresistas, la situación sería distinta, o que hay diferencia entre la infame eurozona que ata las economías periféricas de Europa al potro de tortura y la encomiable Unión Europea que tiene fuertes reglamentaciones ambientales y protege los derechos humanos.
"Es fácil responsabilizar a la Unión Europea cuando la economía de libre mercado pisotea los Estados de bienestar de nuestro continente, pero son los Gobiernos como el nuestro los que han permitido que la Unión Europea sea sinónimo de más liberalización, desregulación y privatización", escribe Lucas en The Guardian. "La izquierda perdió las últimas elecciones en Gran Bretaña, entregando a los Tories un asiento en la mesa presidencial de Europa. Quizá deberíamos reflexionar sobre nuestras propias deficiencias con el fin de inspirar esperanza y unidad en vez de atacar a la Unión Europea".
Estructuras que ni se eligen ni son democráticas
Este parece ser el argumento de los partidos de centroizquierda antes del referéndum: la Unión Europea es el reflejo de las políticas nacionales; el problema es la eurozona. Pero las cosas son al revés. Los problemas de la eurozona son el resultado de una subyacente estructura no democrática. Una moneda única en una Europa auténticamente democrática que transfiere dinero de las regiones ricas a las pobres no causaría desequilibrios fiscales. Centrarse sólo en la eurozona confunde el síntoma con la causa.
Las estructuras postdemocráticas que gobiernan la eurozona son las mismas que prevalecen en toda la Unión Europea. La Comisión Europea no se elige. Los miembros del Consejo de Ministros y su encarnación al máximo nivel, el Consejo Europeo, sólo se eligen indirectamente y las leyes son elaboradas en secreto en el transcurso de sesiones en las que no se permite la entrada ni a la prensa ni al público. Los legisladores habituales del Consejo no son ni siquiera ministros nacionales, sino diplomáticos trileros del Comité de Representantes Permanentes (COREPER) y de las docenas de subcomités y grupos de trabajo que deliberan, también en secreto, fuera del escrutinio de los electores.
Los comités parlamentarios de otras tierras funcionan habitualmente a la luz pública, con la rara excepción de aquellos organismos que supervisan los diversos departamentos dedicados al espionaje, a la vigilancia y a la estrategia en caso de guerra. En otras palabras, el hecho de gobernar de manera encubierta que se ha reservado históricamente para la supervisión de espías, asesinos, adquisición de armas, bioseguridad y tratados con Estados enemigos es ahora la norma cotidiana cuando se elaboran las leyes que tienen que ver con las subvenciones agrícolas, la regulación de la industria y las finanzas y, sobre todo, los mercados laborales y los programas sociales.
El presidente del Consejo Europeo –llamado a menudo el presidente europeo– tampoco se elige; se le escoge más bien, cual papa secular, tras puertas cerradas después de horas de tira y afloja entre jefes de Estado y Gobierno. La única institución elegida directamente de la fábrica de salchichas legislativa que es la Unión Europea –el Parlamento Europeo– no tiene derecho de iniciativa legislativa; es decir, no puede proponer ni aprobar leyes. Sólo puede enmendar lo que la Comisión y el Consejo le envíen para su conformidad. Estos poderes son importantes y los grupos de presión corporativos y de las ONG sienten tanta atracción por los escaños mellizos de Bruselas y Estrasburgo como por el Congreso estadounidense en Washington, pero al estar castrado de esta manera, el Parlamento no se parece a ningún otro parlamento del mundo democrático. Los parlamentarios europeos no son representantes de un pueblo europeo soberano, sino los recogepedos de los altos funcionarios de la tecnocracia de la Unión Europea.
Si los votantes discrepan de las políticas de este ‘Gobierno’ europeo, no hay manera de revocarlo, ninguna elección general para ‘botar a los bastardos’. Pero si el Gobierno europeo no está de acuerdo con las preferencias de los votantes, acosan de forma sistemática a los líderes nacionales para que anulen los resultados de las elecciones, los referendos o los plebiscitos que no le plazcan. A los votantes irlandeses se les dijo que tenían que votar de nuevo después de rechazar los Tratados de Niza y Lisboa. El propio Tratado de Lisboa es la Constitución Europea con otro nombre, después de que los votantes franceses y holandeses la rechazaran en 2005.
"Las elecciones no cambian nada"
De la misma manera, la campaña para sacar la política fiscal –de hecho cualquier política– de la esfera de un auténtico debate parlamentario y colocarla en manos de los supuestos 'expertos' económicos, burócratas, diplomáticos y jueces del Tribunal de Justicia de la Unión Europea es común a todas las estructuras de la Unión Europea, no sólo a la eurozona. Los 28 Estados miembros –no sólo de la eurozona– están sujetos al pacto de estabilidad y crecimiento neoliberal. Y desde la crisis de la eurozona, toda la Unión Europea –no sólo los Estados acogidos a la moneda única– ha buscado y conseguido una mayor integración en la política fiscal.
Bajo el sistema del Semestre Europeo en el que la Unión Europea revisa las políticas fiscales nacionales, todos los Estados miembros deben someter sus planes económicos a Bruselas, no sólo los Estados de la eurozona. Hay reglas ligeramente distintas para los países que no utilizan el euro, pero éstas son más bien cosméticas. Asimismo, el endurecimiento de las reglas económicas que se impuso al amparo del pacto fiscal en 2012 –con una supervisión y multas más estrictas– se aplica a todos los Estados que no utilizan el euro, salvo a tres. La eurozona goza también de otras dos muestras de corrupción antidemocrática: los lores monetarios no elegidos del Banco Central Europeo y el Eurogrupo, un organismo que no tiene estatus jurídico, pero que se encuentra entre las entidades más poderosas del sistema europeo.
La verdad es que no deberíamos hablar de la Unión Europea y la eurozona como entidades distintas, sino solapadas; es decir, de una Unión Europea con una integración fiscal y monetaria extrademocrática. Hay cuatro categorías distintas del pacto fiscal europeo: los miembros de la eurozona, los que no son miembros de la eurozona, los que tampoco lo son pero están sujetos a las disposiciones fiscales pero no a las de coordinación económica y los que no son miembros de la eurozona ni están sujetos a las disposiciones fiscales y de coordinación económica. Los tres miembros que se encuentran fuera del pacto se unirán en algún momento futuro y se les presiona para que lo hagan cuanto antes.
No se trata sólo de malas políticas que se podrían cambiar en el futuro; son tratados e instrumentos con carácter de tratado que transforman las mismas estructuras del Estado europeo, de tal manera que el neoliberalismo sólo puede intensificarse. Esto se debe a que los contratos entre Estados están por encima de la democracia bajo el principio jurídico Pacta sunt servanda; es decir, hay que cumplir los acuerdos. “Cada nuevo Gobierno debe cumplir los acuerdos contractuales de sus predecesores”, como dijo el ministro de finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, después de la victoria electoral de Syriza en enero. "Las elecciones no cambian nada". El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dijo al mismo tiempo "no cabe elección democrática en contra de los tratados europeos".
En otros lugares se señala al Consejo de Ministros o al Consejo Europeo como supuesta prueba de mandato democrático porque al menos los ministros, primeros ministros o presidentes se eligen en sus propios países. De hecho, no faltan los apologistas que perdonan a personajes como Angela Merkel y Wolfgang Schäuble bajo el argumento de que la democracia griega no puede quedar por encima de la democracia alemana. Pero el problema es precisamente el Consejo. Funciona como una cámara legislativa, parecido a un senado, pero no hay elecciones a este organismo. Es como si pudieras votar a tu diputado local, pero no se celebraran nunca elecciones generales.
¿Pero por qué representa esto un problema tan grande y por qué tiene consecuencias tan poco democráticas? Las elecciones generales –no locales o parciales para cubrir una vacante– son el requisito imprescindible de una democracia, por dos razones. En primer lugar porque los votantes necesitan con regularidad la oportunidad de 'derrocar' a sus gobernantes, no sólo a su representante local. En unas elecciones generales, si el candidato local ganador no es miembro del partido o coalición de partidos que gana en todo el país, los votantes locales podrán quejarse, pero aceptan la voluntad mayoritaria y tendrán que convencer a sus conciudadanos en los siguientes cinco años de que no tenían razón. Esto no es posible en la Unión Europea. En cambio, a los elegidos no les queda más remedio que adaptarse al consenso preestablecido.
En segundo lugar, los partidos que pretenden gobernar necesitan albergar cierto interés por apelar a todo el país o en este caso, a toda la Unión. Esto contrasta con los candidatos en los Estados Unidos donde los dos partidos apelan a los votantes de todos los Estados. Es decir, los mandatarios alemanes del Consejo no apelan a los votantes griegos. No les importa a los políticos alemanes lo que ocurre en Grecia porque los griegos no les votan.
Legitimidad secundaria
Estos fenómenos son las dos caras de la misma moneda: la rendición de cuentas, que es la base de un Gobierno representativo. La rendición de cuentas no es un 'asunto burgués', ni el objeto de fascinación de constitucionalistas liberales y de escaso interés para progresistas o radicales. A medida que las estructuras de gobernanza se van liberando gradualmente de las restricciones democráticas, son más vulnerables a la captación por parte de las élites. Sin los controles populares sobre el poder, los ciudadanos empiezan a sentir que no hay forma de cambiar a quien los gobierna que no sea mediante la revolución. Y no les falta razón.
Incluso Pascal Lamy, exjefe de la Organización Mundial del Comercio y excomisario europeo de Comercio, reconoce este problema, no sólo en la Unión Europea, sino en todas las estructuras de gobernanza transnacionales que han surgido en las últimas décadas. Observa una diferencia entre la legitimidad democrática primaria de las elecciones legislativas y la ‘legitimidad secundaria’ de estos nuevos organismos. "La legitimidad de las organizaciones internacionales sigue siendo intrínsecamente westfaliana. Se basa en la democracia del Estado y sólo prevé lo que llamo 'legitimidad secundaria' en oposición a la 'legitimidad primaria' conferida a la participación directa de los ciudadanos. El reto específico de legitimidad en la gobernanza global trata de la toma de decisiones a nivel internacional, percibida como distante, sin rendición de cuentas e incuestionable directamente".
Junto con la concepción de Lamy de la legitimidad secundaria, podemos añadir la del sociólogo polaco Zygmunt Bauman de una 'crisis de voluntad' en las relaciones internacionales para describir el actual callejón sin salida: "El matrimonio entre el poder y la política que se firmó en Westfalia ha quedado sin efecto. Mientras la política (la capacidad de decidir qué cosas deberían hacerse) se limita al Estado nación, el poder (la capacidad de que se hagan las cosas) se ha trasladado al ámbito supranacional. La consecuencia es una crisis de voluntad: los Estados están enredados internacionalmente y pierden su soberanía, mientras los mercados globales no se dejan ni aconsejar ni supervisar. Reducir la brecha entre el ámbito de la interdependencia y el alcance de las instituciones llamadas a servirla es el mayor desafío de nuestros tiemposf".
Este tipo de estructuras internacionales de gobernanza postdemocráticas proliferan hoy como malas hierbas en casi todos los campos de la política: desde el FMI, el Consejo de Seguridad de la ONU y el G7 a la convención marco de las Naciones Unidas sobre el cambio climático, la plataforma intergubernamental sobre la biodiversidad, los servicios del ecosistema e incluso la comisión ballenera internacional. Vivimos la construcción de una arquitectura de gobernanza global –sin duda necesaria teniendo en cuenta los problemas globales a los que nos enfrentamos– pero exenta de una democracia global.
Pero la Unión Europea es el organismo más desarrollado de todos los que padecen la legitimidad secundaria y por tanto merece mayor escrutinio. Y como hemos visto, la Unión Europea y no sólo la eurozona es una afrenta a las normas parlamentarias democráticas que la izquierda ha luchado por conseguir, defender y mejorar desde hace más de dos siglos. Sus estructuras no son reformables; de hecho, se vacunan contra las reformas progresistas.
Un enemigo común
La ruptura es por lo tanto necesaria. En el caso de Grecia, se llama Grexit y en el del Reino Unido, Brexit.
Sin embargo, las personas progresistas están algo confusas. En tiempos de crecimiento, los Gobiernos socialdemócratas distribuyen los despojos con más justicia que la derecha. En tiempos de crisis o estancamiento, es el dolor lo que distribuyen más justamente. Los partidos socialdemócratas nunca preguntan por qué hay crisis o estancamiento, ya que esto requeriría una crítica sistémica y extranacional, una crítica considerada inaceptable desde hace 25 años. Pero al mismo tiempo comprenden que no pueden cumplir su promesa histórica.
En una economía globalizada, la socialdemocracia de los años cuarenta a setenta ya no es posible, incluso en las grandes economías. La fuga de capitales y el sabotaje económico domarán rápidamente a un Gobierno de izquierdas. Sabemos esto desde principios de los años ochenta y la derrota del Programa Común de Mitterand, el último aliento del auténtico keynesianismo de la posguerra; es decir, una balsa de grandes obras públicas, un aumento importante de los gastos sociales, nacionalizaciones industriales y de la banca, reducción de la jornada laboral, ampliación de las vacaciones pagadas, jubilación a los 60 años y un impuesto solidario sobre el patrimonio. En las grandes economías como los Estados Unidos, China o Europa, un programa socialdemócrata tradicional podría todavía ser viable, capaz de resistir las hondas y flechas de los mercados globales, pero no lo sabemos con seguridad.
Grecia es la prueba de que en una economía globalizada, incluso los Gobiernos a la izquierda de la socialdemocracia como Syriza, deben capitular. Esta barrera infranqueable existe también para la izquierda extraparlamentaria; la acción comunitaria solidaria es necesaria, pero la práctica de la calle tiene claras limitaciones, por ejemplo, cuando no se puede comprar medicinas fabricadas en otro lugar. Para Grecia, imaginar que fuera de la eurozona los mercados podrían ser más amistosos que las estructuras de la Unión Europea es una quimera. La catástrofe está asegurada, sea dentro o fuera del euro o de la Unión Europea. El exministro de finanzas griego, Yanis Varoufakis, tenía toda la razón cuando avisaba de los peligros de Grexit, aun reconociendo que hasta cierto punto puede ser la única opción que queda.
¿Cómo, entonces, son reconciliables estos dos hechos: que la política nacional sea impotente y la necesaria ruptura con la irreformable Unión Europea? La respuesta es que la política nacional ya no es útil, incluso bajo la forma de un Syriza o sus homólogos en otras partes de Europa y que en el medio plazo los partidos europeos a la izquierda de la socialdemocracia tanto dentro como fuera de la Unión Europea deben fundirse en un único partido extranacional con un programa común: los Estados Unidos de Europa sociales y democráticos, reconstruidos de nuevo y desde abajo.
No existe foro parlamentario que pueda conseguir esto. El Parlamento Europeo, como hemos comentado, no tiene poderes de iniciativa legislativa. La falta de elecciones generales al Consejo descarta a este organismo como espacio de reforma. Sólo se conseguirá mediante una decisiva victoria paneuropea de las fuerzas sociales.
Y es aquí donde reside la esperanza en medio de la desesperación por la capitulación de Syriza: en las últimas semanas hemos visto la proliferación paneuropea de acciones de base comunitaria en solidaridad con la Grecia acosada y apaleada, incluso en Alemania. Han tenido lugar concentraciones, protestas y acciones directas populares de base en todo el continente, incluyendo la descarada proyección nocturna de la palabra 'No', Oxi, en el lateral del ministerio de finanzas alemán.
Éste es el germen de una nueva Europa. Somos testigos de la emergencia de una verdadera demos europea en el que millones de ciudadanos de la Unión Europea reconocen que tienen un enemigo común: las élites financieras y políticas de la Unión Europea. Si tales acciones pudieran avanzar desde las manifestaciones y protestas a acciones industriales transfronterizas en sectores clave y en nódulos críticos de la producción europea, puertos de energía y distribución, refinerías y aeropuertos, entonces quizás podamos empezar a imponer nuestra voluntad sobre las personas que actualmente nos obligan a someternos con tanta facilidad.
No hay otra alternativa que crear una izquierda internacional.

Este artículo ha sido originalmente publicado en la revista británica Red Pepper. Traducción de Christine Lewis Carroll.

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