Muchos de los problemas temporales del hombre mortal surgen de su relación dual con el cosmos. El hombre es parte de la naturaleza —existe en la naturaleza— y sin embargo es capaz de trascender la naturaleza. El hombre es finito, pero reside dentro de él un destello de infinidad. Dicha situación dual no sólo provee el potencial para el mal sino que también engendra muchas situaciones sociales y morales cargadas de gran incertidumbre y considerable ansiedad.
La valentía que se requiere para efectuar la conquista de la naturaleza y trascender a sí mismo es una valentía que puede sucumbir ante las tentaciones del autoorgullo. El mortal que puede trascenderse a sí mismo podría rendirse a la tentación de deificar su propia autoconciencia. El dilema mortal consiste en el doble hecho de que el hombre está encadenado a la naturaleza mientras que al mismo tiempo posee una libertad única: la libertad de la elección y acción espiritual. En los niveles materiales el hombre se encuentra subsirviente a la naturaleza, mientras que en los niveles espirituales triunfa sobre la naturaleza y sobre todas las cosas temporales y finitas. Dicha paradoja es inseparable de la tentación, del mal potencial, de los errores de decisión, y cuando el yo se vuelve orgulloso y arrogante, es posible que evolucione el pecado.
El problema del pecado no es autoexistente en el mundo finito. El hecho de la finitez no es malo ni pecaminoso. Un Creador infinito hizo al mundo finito —es la obra de sus Hijos divinos— y por lo tanto debe ser bueno. Es el mal uso, la distorsión y la perversión de lo finito lo que da origen al mal y al pecado.
El espíritu puede dominar a la mente; entonces la mente puede controlar la energía. Pero la mente puede controlar la energía sólo a través de su propia manipulación inteligente de los potenciales metamórficos inherentes en el nivel matemático de las causas y efectos de los dominios físicos. La mente de la criatura no controla inherentemente la energía; ésa es una prerrogativa de la Deidad. Pero la mente de las criaturas puede manipular la energía —y lo hace— en cuanto se vuelve experta en los secretos de la energía del mundo físico.
Cuando el hombre desea modificar la realidad física, sea ésta él mismo o su medio ambiente, lo consigue hasta el punto en que haya descubierto los caminos y maneras de controlar la materia y dirigir la energía. La mente sin asistencia es impotente para influir sobre lo material, salvo sobre su propio mecanismo físico, con el cual está ineludiblemente vinculada. Pero a través del uso inteligente del mecanismo del cuerpo, el hombre puede crear otros mecanismos, aun relaciones energéticas y enlaces vivientes, mediante la utilización de los cuales la mente puede controlar cada vez más y aun dominar su nivel físico en el universo.
La ciencia es la fuente de los hechos, y la mente no puede operar sin hechos. Son los ladrillos en la construcción de la sabiduría que están cementados unos a otros por la experiencia de la vida. El hombre puede encontrar, aun sin hechos, el amor de Dios, y el hombre puede descubrir, aun sin amor, las leyes de Dios, pero el hombre no puede jamás comenzar a apreciar la infinita simetría, la armonía excelsa, la exquisita plenitud de la naturaleza, que todo lo comprende, de la Primera Fuente y Centro hasta no haber encontrado la ley divina y el amor divino y haber unificado experiencialmente estos elementos en su propia filosofía cósmica evolutiva.
La expansión del conocimiento material permite una mayor apreciación intelectual del significado de las ideas y de los valores de los ideales. Un ser humano puede hallar la verdad en su experiencia interior, pero necesita un claro conocimiento de los hechos para aplicar su descubrimiento personal de la verdad a las exigencias cruelmente prácticas de la vida diaria.
Es tan sólo natural que el hombre mortal sufra sentimientos de inseguridad al verse inextricablemente atado a la naturaleza mientras posee al mismo tiempo poderes espirituales totalmente trascendentes a todas las cosas temporales y finitas. Sólo la confianza religiosa —la fe viviente— puede sostener al hombre entre estos problemas tan difíciles y confusos.
De todos los peligros que acechan la naturaleza mortal del hombre y arriesgan su integridad espiritual, el orgullo es el peor. La valentía es valerosa, pero el egocentrismo es vanaglorioso y suicida. Una autoconfianza razonable no ha de ser deplorada. La habilidad del hombre de transcenderse a sí mismo es lo que lo distingue del reino animal.
El orgullo es engañoso, intoxicante y originador del pecado tanto en el individuo como en el grupo, en la raza o en la nación. Es literalmente verdad: «Antes del quebrantamiento es la soberbia».
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