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15 de julio de 2018

Borbones sin ley






JUAN CARLOS ESCUDIER


13/07/2018




Los estudiosos de la criminalidad parecen de acuerdo en que el delincuente no nace sino que se hace, y el factor más determinante en ese proceso no es la clase social de la que se provenga ni el entorno en el que se viva o la educación que se reciba sino la ausencia de los códigos éticos que se interiorizan en la infancia y en la adolescencia. Los amorales tienen tendencia a pasarse el Código Penal por el forro y contra eso no vacuna vivir en palacios de techos altos ni cenar con cubiertos de plata.


Viene esto a cuento de la principal revelación de Corinna zu Sayn-Wittgenstein en las cintas que le grabó el comisario Villarejo, que no es que nuestra enormidad emérita tenga el cabecero de la cama destrozado por las muescas o que pida comisiones hasta para ir al baño, algo sobradamente conocido que primero fue un rumor, luego un secreto a voces y más tarde una certificación genética de su ADN. La gran aportación de la amante alemana sobre Campechano I es psicológica: el hombre cuyo perfil ha ocupado pesetas y euros durante varias décadas no distingue entre lo legal y lo ilegal, no diferencia entre el bien y el mal, fundamentalmente porque nada de lo que ha hecho ha tenido consecuencias.

Ni siquiera haber matado a su hermano Alfonso de un tiro en la cabeza mientras ambos jugaban con un revólver en una de las habitaciones de su residencia de Estoril le supuso castigo alguno, más allá de que su padre le hiciera jurar de rodillas que todo fue un accidente y que un par de días después le empaquetara hacia la Academia Militar de Zaragoza, donde ya había pasado un año de instrucción militar. A los pocos meses, nuestro apuesto príncipe volvía a arrimar croqueta por los salones de la alta sociedad europea sin traumas aparentes.



Quien teóricamente había accedido a la Corona en posición egipcia, con una mano delante y la otra detrás, empezó rápidamente a llenar la hucha con comisiones de las importaciones de petróleo españolas y pasando la gorra entre las monarquías del Golfo con el argumento de que la institución debía fortalecerse y nada mejor que consumir una montaña de dólares como complejo vitamínico. Sin inquietudes intelectuales, se afincó en un páramo cultural urbanizado a todo trapo por el sexo y el dinero, sin importar su procedencia. Basta repasar la historia para comprobar que uno a uno de sus llamados asesores financieros han acabado en el banquillo o a la sombra, lo que permite intuir el tipo de negocios a los que se dedicaban.


A un tipo incapacitado para sentir escrúpulos por sus actos se le concedió además la inviolabilidad, que es como dejar a un mono a los mandos de un Airbus y esperar que aterrice suavemente. Los que nos hemos tragado todos los capítulos de Barrio Sésamo y sí somos capaces de distinguir entre lo bueno y lo malo deberíamos sentirnos un poco culpables por haber facilitado impunidad absoluta a este rey de los excesos y los lupanares que ahora nos escandaliza con sus cuentas en Suiza y sus mordidas.

No tenemos derecho a quejarnos porque hubo consentimiento y hasta nos pasamos por el arco del triunfo la propia arquitectura legal del Estado para concederle aforamiento cuando un elefante se le cruzó en el camino y se vio obligado a abdicar. No se conoce país en el mundo que reconozca privilegios judiciales a un exjefe del Estado, ya sea por causa penales como civiles, en este último caso para evitar que una cascada de demandas de paternidad incrementaran la familia de tal manera que no se cupiera en Marivent en vacaciones.


Hemos creado un monstruo y le hemos blindado. De ahí que resulte extraño que ahora se reclamen inspecciones de Hacienda y un exhaustivo catálogo de sus bienes fuera de España, algunos de los cuales estarán a nombre de la tal Corinna, porque la chica, al parecer, se hacía la rubia para ejercer de testaferra y la morena para devolverlos, con la excusa de que eso sería blanqueo de capitales. Milagros del tinte.

Deberíamos asumir que quizás el héroe de la Transición, el sujeto al que dimos el papel de padre de la democracia en esa obra de ficción que tan bien nos ha locutado siempre Victoria Prego, padece eso que algunos psicólogos llaman ‘affluenza’, y que convierte al malhechor en víctima de su propia irresponsabilidad, en un niño malcriado que nunca respondió por sus malas acciones porque nadie le marcó límites y limitaciones, que diría en el encantador de perros.


Someter a la ley a quien ni siquiera comprende el concepto y sigue pensando que todo el monte es orgasmo es bastante inhumano. Tendríamos que conformarnos con ampliar la condena a Urdangarin que ya tiene el cuerpo hecho a la cárcel y podría ejercer como recluso por poderes. Y ya de paso poner en cuarenta a su hijo, no fuera a ser que el virus no se transmita por el aire o el contacto sino por el apellido. De cambiar este regimen absurdo que institucionaliza el pillaje en asientos de terciopelo ni hablamos, lógicamente.

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