Son muchos los científicos que defienden una verdad incómoda: que la vida en nuestro planeta solo pudo surgir por la acción de otra civilización externa, por lo que nuestro ADN podría ser extraterrestre.
En 1953, Harold Urey y Stanley Miller, dos científicos de la Universidad de Chicago (EE. UU.), llevaron a cabo un experimento calificado por la prensa del momento como «el más sorprendente de todos los ensayos». Ambos investigadores habían creado una mezcla formada por moléculas simples de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua, que introdujeron en una vasija con agua. Su intención era reproducir la «sopa primordial», en la que presumían había nacido la vida en la Tierra por primera vez miles de millones de años atrás, con la idea de demostrar si podríamos provenir de un ADN extraterrestre.
Acto seguido, sometieron la mezcla a una serie de chispas eléctricas, a fin de simular los «rayos primordiales» que, según estos investigadores, actuaron como detonantes para el surgimiento de las primeras células vivas. En realidad, el experimento sólo generó varios aminoácidos e hidroxiácidos: dos moléculas que deben «ensamblarse» para dar lugar a las proteínas, macromoléculas esenciales para el funcionamiento de cualquier célula. Sin embargo, nada explicaba de cómo se formaron las primeras de estas macromoléculas. Por otro lado, no basta sólo con la configuración de una proteína para el surgimiento de una célula viva. Ésta necesita de los llamados ácidos nucleicos, que contienen el código genético (ADN y ARN), encargado de transmitir a la célula las instrucciones para su propia reproducción.
El experimento de la «sopa primordial», que todos hemos estuadiado en el colegio, no prueba absolutamente nada
En definitiva, «el más sorprendente ensayo de la historia», que todos hemos estudiado en el colegio como la prueba de que la vida surgió de forma casual y espontánea, únicamente consiguió formar compuestos inertes, que nada aclaraban sobre el nacimiento de las primeras células vivas: las unidades básicas de todo ser, capacitadas para absorber nutrientes –alimentos– y reproducirse en nuevas células.
El mismo año que Urey y Miller realizaron su famoso ensayo –en 1953–, los biólogos James D. Watson y Francis Crick hicieron uno de los grandes hallazgos de la humanidad: descubrieron la estructura del ADN en forma de doble hélice, lo que complicaba mucho más la explicación de que la vida había nacido en la Tierra de forma casual. Por su logro, Watson y Crick recibieron el Premio Nobel de Medicina en 1962, convirtiéndose por derecho propio en dos de los científicos más influyentes del siglo XX.
Científicos a favor de la hipótesis alienígena
Las moléculas de ADN –ácido desoxirribonucleico– se constituyen en forma de dos sartas retorcidas, conectadas mediante una serie de «aros», formados por cuatro compuestos orgánicos enormemente complejos, los cuales se pueden combinar por pares en infinitas secuencias y quedan «sujetos» mediante compuestos de azúcar alternados con fosfatos. En definitiva, un trabajo de «ingeniería» de una complejidad apabullante, del que todavía desconocemos prácticamente todo, a pesar de que los científicos involucrados en el llamado Proyecto Genoma Humano lograron identificar y cartografiar los aproximadamente 20.000-25.000 genes por los que está constituido cualquier ser humano. De momento, sólo tenemos nuestro «mapa genético», pero siquiera hemos empezado a decodificarlo.
El Proyecto Genoma Humano, dotado con un presupuesto 280.000 millones de dólares, se puso en marcha en 1990, bajo los auspicios del Departamento de Energía y los Institutos Nacionales de la Salud de EE UU. James Watson, codescubridor de la estructura del ADN junto a Francis Crick, fue el director de esta magna iniciativa científica, recibiendo numerosos reconocimientos por ello. Watson y Crick manifestaron en sus apariciones públicas la consternación que les causaba la complejidad del funcionamiento de nuestro código genético. El primero se mostró mucho más cauto en sus declaraciones, pero Francis Crick siempre se caracterizó por dar a conocer sus opiniones de una forma clara y rotunda, sin medias tintas ni ambigüedades. Por ello, pocos se sorprendieron cuando en 1973 publicó un artículo con el laureado químico Leslie Orgel en la revista Icarus (vol. 19). En dicho trabajo defendía una teoría que ya conocían muchos de sus compañeros científicos: que la vida en nuestro planeta había sido inseminada «por la actividad deliberada de una civilización extraterrestre».
El descubridor de la estructura del ADN dijo que la vida en la Tierra nació por la acción deliberada de una civilización extraterrestre
Francis Crick era consciente –al igual que muchos otros genetistas– de que la estructura del ADN en forma de doble hélice parecía haber surgido de la nada, pues no se habían encontrado pasos intermedios previos a su formación. Por tanto, dedujo que la única posibilidad es que hubiera llegado a nuestro planeta ya conformada. La probabilidad de que organismos vivos extraterrestres «aterrizaran» en nuestro planeta a bordo de un meteorito o por esporas empujadas a nuestro mundo a causa de la presión ejercida por la radiación de una estrella –tal como defiende la hipótesis de la panspermia–, es prácticamente nula según Crick, pues ningún organismo vivo resistiría a los rigores de tal viaje espacial.
Orgel y Crick escribieron en Icarus: «Como alternativa a esta teoría propia del siglo XIX –la panspermia–, nosotros consideramos la panspermia dirigida, la teoría que concibe que los organismos vivos fueron deliberadamente transmitidos a la Tierra por seres inteligentes de otro planeta. Concluimos que es posible que la vida alcanzara la Tierra de esta manera…».
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