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26 de diciembre de 2015

Catalunya: esa línea roja

Tras los resultados electorales del pasado 20D, se ha iniciado de modo febril el juego de las alianzas para formar un gobierno capaz de conducir este país durante los próximos cuatro años.
Cuando en la legítima y necesaria confrontación política se levantan banderas y suenan tambores e himnos, acaban tronando los cañones. O las bofetadas.
El primero en iniciar, con inusual prontitud, este proceso ha sido Mariano Rajoy, convocando a los líderes de los tres partidos con mayor representación parlamentaria, iniciando el desfile hacia la Moncloa Pedro Sánchez y anunciándose para el próximo lunes la visita de Albert Rivera Pablo Iglesias.
Tras un sosegado pero inconfundible no de Pedro Sánchez a las propuestas o insinuaciones de Rajoy, el líder del PSOE ha anunciado su disposición a iniciar un nuevo intento, dada su condición de diputado que cuenta con mayor número de escaños, tras el PP.
Es triste percibir, fuera de las negociaciones internas entre los representantes políticos, como los términos de los acuerdos o desacuerdos (no les llamemos pactos) se centran en una mediocre contabilidad de diputados, sin tener en cuenta los votos que los respaldan y legitiman, ni las circunscripciones en las que han sido elegidos. Tema este de gran importancia. Una pobre aritmética, mezclada con ofertas de puestos a cambio de votos. Poco trasciende sobre los contenidos políticos que ofrecen los distintos partidos en liza.
Sí destaca un tema, realmente importante, que rápidamente se ha transformado en un elemento que separa drásticamente las posiciones políticas de los partidos que pueden participar en el proceso de formación de un nuevo gobierno. Catalunya como línea roja infranqueable para unos y otros. Catalunya como trinchera o baluarte. En los dos campos que define esta línea roja toman posiciones los partidos o, al menos, sus líderes actuales. En un lado se alinean el PP, el PSOE y C’s, con camisetas azul, roja y naranja. En el otro, Podemos, con camiseta morada, junto con otros confluyentes en algunas periferias, apoyados por un digno, pero poco relevante numéricamente, IU-UP.
Apacigüemos los impulsos identitarios sin despreciarlos. Sentémonos a hablar en serio y con respeto
Dos campos que se diferencian de forma aparentemente irreconciliable entre los que defienden la unidad indisoluble de España frente a cualquier intento que suponga la separación de un territorio para constituirse como una nación independiente y los que proponen un tránsito inteligente y pacífico hacia un nuevo mapa territorial. Los primeros son los “españoles, mucho españoles”. Los segundos, los que defendemos como un proceso plenamente democrático la posibilidad de que una nación como Catalunya deje la difusa aunque oportuna denominación acuñada en 1978 para constituirse como nación soberana, somos los “poco españoles”. Una posibilidad que, aún no deseando que se haga realidad, pero que no debemos ni podemos impedir ni, menos todavía, prohibir.
Cuando en la legítima y necesaria confrontación política se levantan banderas y suenan tambores e himnos, acaban tronando los cañones. O las bofetadas. Cuando las identidades patrioteras, más que patrióticas, se imponen sobre la razón, la cordura y la empatía, acaban con el debate político, cavando una fosa infranqueable. Perdemos la exigencia y la virtud que Adela Cortina demandaba: una democracia deliberativa.
Una pugna entre partidos de ámbito estatal que se desarrolla al margen del sentir y las preferencias de los propios catalanes, a los que han convertido en una pelota de ping- pong golpeada por personas como Rajoy y Mas. Es decir, se les ha despreciado de forma antidemocrática, una vez más, con este juego peligroso invocando una santa e inviolable unidad de la patria blindada, ciertamente, por una Constitución que es necesario y urgente reformar y actualizar para permitir un nuevo mapa territorial bajo formas que pueden ir desde el federalismo a la independencia. Tema que no debe anular otros tanto o más importantes, como son las otras cuatro propuestas que Podemos ha ofrecido para esta reforma y tantas otras que la sociedad y sus representantes pueden considerar igualmente inaplazables.
Sin tratar de sacar réditos políticos azuzando la confrontación entre los ciudadanos del estado español, lanzando consignas apocalípticas como “se rompe España”, “se fractura la sociedad”, “es una agresión a los principios internacionales”, “España nos roba”, etcétera, pongamos sensatez, sin dramatizar, y superemos esta continua confrontación, dejando de momento aparte la historia, aunque sin olvidarla. Apacigüemos los impulsos identitarios sin despreciarlos. Sentémonos a hablar en serio y con respeto.
La primera condición para este necesario hablar se apoya sobre dos principios. Por un lado, el derecho de los catalanes a expresar su opinión a través de un referéndum en el que se contabilice con claridad el número de catalanes partidarios de la independencia. Por otro lado, el derecho del resto de los ciudadanos españoles a conocer dicha opinión. Yo quiero saber a qué aspiran mis amigos que habitan en Catalunya. Creo tener el derecho a saber.
Si una mayoría de catalanes, tras votar con libertad y garantías, con solvencia intelectual y política, tras un debate largo y profundo sobre las distintas opciones expuestas por las diferentes fuerzas políticas y sociales, decidiera constituirse como un nuevo estado libre, asociado, federado o independiente, sería un deber de todos los españoles sentarnos y establecer en qué condiciones, con qué costos, en qué tiempos puede darse un tránsito ordenado y amistoso, no precipitado y hostil, con los mayores beneficios y los menores costes para las partes, sin por ello rasgarse las vestiduras amenazando con la catástrofe o invocándola para propiciarla. Al principio puede resultar inquietante este nuevo escenario, pero la nueva relación acabaría siendo tan normal e incluso más cordial que la mantenida en una UE revitalizada con Francia y Portugal, nuestros vecinos más próximos.
Si para ello fuera necesario la reforma de la Constitución, hágase. Valoremos la gran conquista que la CE supuso en su momento y los bienes que ha aportado para nuestra convivencia en estos casi cuarenta años. Lamentemos la hibernación de los principios más vitales y esperanzadores que contenía, causada por la falta de voluntad de los partidos que se han repartido el poder en estos decenios. No olvidemos que una Constitución que no se adecúa a la realidad y a las aspiraciones de la sociedad a la que sirve acaba convirtiéndose no solo en papel mojado, sino en un factor más de disgregación y falta de compromiso solidario por un proyecto común.


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