Tras los resultados electorales del pasado 20D, se ha
iniciado de modo febril el juego de las alianzas para formar un gobierno capaz
de conducir este país durante los próximos cuatro años.
Cuando en la legítima y necesaria confrontación política se levantan
banderas y suenan tambores e himnos, acaban tronando los cañones. O las
bofetadas.
El primero en iniciar, con inusual prontitud, este
proceso ha sido Mariano Rajoy, convocando a los líderes de los tres
partidos con mayor representación parlamentaria, iniciando el desfile hacia la
Moncloa Pedro Sánchez y anunciándose para el próximo lunes la
visita de Albert Rivera y Pablo Iglesias.
Tras un sosegado pero inconfundible no de Pedro
Sánchez a las propuestas o insinuaciones de Rajoy, el líder del PSOE ha
anunciado su disposición a iniciar un nuevo intento, dada su condición de
diputado que cuenta con mayor número de escaños, tras el PP.
Es triste percibir, fuera de las negociaciones
internas entre los representantes políticos, como los términos de los acuerdos
o desacuerdos (no les llamemos pactos) se centran en una mediocre contabilidad
de diputados, sin tener en cuenta los votos que los respaldan y legitiman, ni
las circunscripciones en las que han sido elegidos. Tema este de gran
importancia. Una pobre aritmética, mezclada con ofertas de puestos a cambio de
votos. Poco trasciende sobre los contenidos políticos que ofrecen los distintos
partidos en liza.
Sí destaca un tema, realmente importante, que
rápidamente se ha transformado en un elemento que separa drásticamente las
posiciones políticas de los partidos que pueden participar en el proceso de
formación de un nuevo gobierno. Catalunya como línea roja infranqueable para
unos y otros. Catalunya como trinchera o baluarte. En los dos campos que define
esta línea roja toman posiciones los partidos o, al menos, sus líderes
actuales. En un lado se alinean el PP, el PSOE y C’s, con camisetas azul, roja
y naranja. En el otro, Podemos, con camiseta morada, junto con otros
confluyentes en algunas periferias, apoyados por un digno, pero poco relevante
numéricamente, IU-UP.
Apacigüemos los impulsos identitarios sin despreciarlos. Sentémonos a
hablar en serio y con respeto
Dos campos que se diferencian de forma aparentemente
irreconciliable entre los que defienden la unidad indisoluble de España frente
a cualquier intento que suponga la separación de un territorio para
constituirse como una nación independiente y los que proponen un tránsito
inteligente y pacífico hacia un nuevo mapa territorial. Los primeros son los
“españoles, mucho españoles”. Los segundos, los que defendemos como un proceso plenamente democrático la posibilidad de que
una nación como Catalunya deje la difusa aunque oportuna denominación acuñada
en 1978 para constituirse como nación soberana, somos los “poco
españoles”. Una posibilidad que, aún no deseando que se haga realidad, pero que
no debemos ni podemos impedir ni, menos todavía, prohibir.
Cuando en la legítima y necesaria confrontación
política se levantan banderas y suenan tambores e himnos, acaban tronando los
cañones. O las bofetadas. Cuando las identidades patrioteras, más que patrióticas,
se imponen sobre la razón, la cordura y la empatía, acaban con el debate
político, cavando una fosa infranqueable. Perdemos la exigencia y la virtud que
Adela Cortina demandaba: una democracia deliberativa.
Una pugna entre partidos de ámbito estatal que se
desarrolla al margen del sentir y las preferencias de los propios catalanes, a
los que han convertido en una pelota de ping- pong golpeada por personas como
Rajoy y Mas. Es decir, se les ha
despreciado de forma antidemocrática, una vez más, con este juego peligroso
invocando una santa e inviolable unidad de la patria blindada, ciertamente, por
una Constitución que es necesario y urgente reformar y actualizar para permitir
un nuevo mapa territorial bajo formas que pueden ir desde el federalismo a la
independencia. Tema que no debe anular otros tanto o más
importantes, como son las otras cuatro propuestas que Podemos ha ofrecido para
esta reforma y tantas otras que la sociedad y sus representantes pueden
considerar igualmente inaplazables.
Sin tratar de sacar réditos políticos azuzando la
confrontación entre los ciudadanos del estado español, lanzando consignas
apocalípticas como “se rompe España”, “se fractura la sociedad”, “es una
agresión a los principios internacionales”, “España nos roba”, etcétera,
pongamos sensatez, sin dramatizar, y superemos esta continua confrontación,
dejando de momento aparte la historia, aunque sin olvidarla. Apacigüemos los
impulsos identitarios sin despreciarlos. Sentémonos a hablar en serio y con
respeto.
La primera condición para este necesario hablar se
apoya sobre dos principios. Por un lado, el derecho de los catalanes a expresar
su opinión a través de un referéndum en el que se contabilice con claridad el
número de catalanes partidarios de la independencia. Por otro lado, el derecho
del resto de los ciudadanos españoles a conocer dicha opinión. Yo quiero saber
a qué aspiran mis amigos que habitan en Catalunya. Creo tener el derecho a
saber.
Si una mayoría
de catalanes, tras votar con libertad y garantías, con solvencia intelectual y
política, tras un debate largo y profundo sobre las distintas
opciones expuestas por las diferentes fuerzas políticas y sociales, decidiera constituirse como un
nuevo estado libre, asociado, federado o independiente, sería un deber de todos
los españoles sentarnos y establecer en qué condiciones, con qué costos, en qué
tiempos puede darse un tránsito ordenado y amistoso, no precipitado y
hostil, con los mayores beneficios y los menores costes para las partes, sin
por ello rasgarse las vestiduras amenazando con la catástrofe o invocándola
para propiciarla. Al
principio puede resultar inquietante este nuevo escenario, pero la nueva
relación acabaría siendo tan normal e incluso más cordial que la mantenida en
una UE revitalizada con Francia y Portugal, nuestros vecinos más próximos.
Si para ello fuera
necesario la reforma de la Constitución, hágase.
Valoremos la gran conquista que la CE supuso en su momento y los bienes que ha
aportado para nuestra convivencia en estos casi cuarenta años. Lamentemos la
hibernación de los principios más vitales y esperanzadores que contenía,
causada por la falta de voluntad de los partidos que se han repartido el poder
en estos decenios. No
olvidemos que una Constitución que no se adecúa a la realidad y a las aspiraciones
de la sociedad a la que sirve acaba convirtiéndose no solo en papel mojado,
sino en un factor más de disgregación y falta de compromiso solidario por un
proyecto común.
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