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15 de diciembre de 2015

Como consumidores tenemos un gran poder en nuestras manos

Tengo la impresión de que una parte importante de la sociedad española todavía no es consciente de las terribles secuelas del dominio apabullante del neoliberalismo. ¿O no lo son el que los valores vigentes e incuestionables sean la insolidaridad, el individualismo y el sálvese quien pueda? La solidaridad, el altruismo, la empatía hacia los otros seres humanos son valores que no cotizan. Hoy de lo que se trata es sacar el máximo beneficio posible en una sociedad en la que todo está en venta: la tierra, la vivienda, la sanidad, la educación, el aíre, el trabajo… Como el trabajo es una mercancía más, que se valora en función de la oferta y la demanda, al ser tan abundante, existen muchos parados y muchos precarios. Cualquier cosa es susceptible de ser sacado al mercado, si hay posibilidad de sacar beneficio. Todo es válido. El fin justifica los medios.  Si para ganar cotas de mercado, hay que reducir costos en la producción, no hay problema en recurrir al trabajo en régimen de esclavitud, incluido el de la población infantil esotros países; o el despido indiscriminado de cuantos más trabajadores mejor, que es el objetivo básico de cualquier departamento de Recursos Humanos que se precie. Eso sí, todas estas actuaciones crueles se edulcoran con eufemismos: reformas estructurales, flexibilidad, competitividad, desregulación, devaluación interna… El presidente de la Coca-Cola  explicó el despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los obstáculos internos”.  Es más, quien así actúa es un paradigma de emprendeduría, al que hay que idolatrar e imitar. Como señala Eduardo Galeano, para explicar el éxito de sus negocios, John D. Rockefeller solía decir que la naturaleza recompensa a los más aptos y castiga a los inútiles; y más de un siglo después, muchos dueños del mundo siguen creyendo que Charles Darwin escribió sus libros para anunciarles la gloria. En definitiva, la falta de escrúpulos se premia. El trabajo y la honestidad se castigan.
Estos valores del neoliberalismo se han extendido también como una marea negra y viscosa entre los trabajadores. Nombre, que desprecian muchos de los que dependen de un sueldo para sobrevivir. Lo desprecian, porque se autoproclaman “clase media”.  Mas, todo tiene un porqué. Según Franco Berardi,  las élites nos han convencido a todos de que el principio básico que rige las relaciones humanas en lo social es la competencia: entre economías nacionales, entre bloques, pero sobre todo entre individuos en el mercado de trabajo. La precarización ha convertido la vida laboral en un territorio minado, atrincherado, donde todos somos enemigos. Ya no hay compañeros en el trabajo, el que está en frente es un enemigo, que te puede impedir un ascenso o quitar tu puesto de trabajo. El neoliberalismo no tolera la solidaridad social, ni laboral porque necesita que todos estemos armados contra los otros, de otro modo retornaría la lucha de clases.
Ahora paso de la teoría a la realidad cruda.  Vivo en Zaragoza y tengo la sana costumbre de pasear diariamente con mi esposa por sus calles. Y observo el cierre continuo de muchos pequeños comercios. El paisaje es aterrador en sus calles, como Hernán Cortes, la Gran Vía, etc. Local tras local cerrado, en los que cuelga el cartel “Se alquila” o “Se traspasa”. Resultan monótonos y aburridos por su reiteración y que sobrecogen a cualquier ciudadano preocupado por el futuro de su país. España parece un país en alquiler, en traspaso o en venta. En contraposición las multinacionales abren cada vez más tiendas. Todo tiene una explicación. Las multinacionales, me fijo en las del sector textil, han llevado su producción a otros países. Esta mañana en una de ellas me he fijado el lugar de fabricación: Turquía, Viet-Nam, China, Marruecos… No he podido encontrar una sola prenda fabricada en España. Recientemente pude leer en un periódico de tirada nacional que el costo de producción en Bangla Desh de una camiseta era de 1 céntimo. Luego la venden en grandes centros comerciales a los precios conocidos, con empleados contratados para fines de semana o de temporada como la Navidad con unos sueldos miserables. Incluso, no tienen que pagar alquiler en los grandes centros comerciales, por su capacidad de arrastre especialmente entre la gente joven. Finalmente, los beneficios los domicilian en paraísos fiscales en otras latitudes. Por supuesto, estos empresarios son todo un ejemplo de patriotismo. ¿Y quién se atreve a cuestionar estos comportamientos, vamos a llamarlos poco éticos? Por supuesto, los grandes medios de comunicación, no. Y no lo hacen, porque si lo hicieran, perderían la publicidad de las susodichas empresas.
Hoy en las empresas, sobre todo, en las multinacionales, insisto, sólo cuenta el beneficio para los accionistas, aunque ello suponga maltratar: a los proveedores imponiéndoles unas condiciones draconianas a los suministros; a los trabajadores con reducciones salariales, despidos, deslocalizaciones; a los consumidores con los precios, la desatención por la escasez de  personal  y la obligatoriedad del autoservicio; a la sociedad en su conjunto con la evasión fiscal; y el destrozo brutal del medio ambiente, aspecto este en el que sobresalen las empresas de los combustible fósiles. Esto es lo que hay. Mas no tiene porque ser así. Las cosas pueden ser de otra manera.
Se está produciendo un movimiento a nivel empresarial, iniciado y liderado por pequeñas y medianas empresas de los Estados Unidos y seguido en otros países como Chile o Canadá, basado en un modelo de empresas de triple balance o triple criterio, los tres igual de importantes: la obtención de beneficios, el respeto a las personas (proveedores, trabajadores y consumidores) y al medio ambiente.
Este nuevo movimiento empresarial por un capitalismo con criterios éticos es todo un reto. En algunos Estados norteamericanos ya se está legislando para crear una nueva situación jurídica para estas nuevas empresas llamadas “sociedades benéficas”, las cuales deben afirmar en su acta constitutiva, en la original o modificada, que su finalidad general es tener un impacto positivo para la sociedad y el medio ambiente, y que su junta directiva tendrá en cuenta en sus decisiones los intereses de múltiples partes interesadas, además de los beneficios financieros de sus accionistas. Por ley deberá considerar como partes interesadas a los propios trabajadores de la empresa y a los de sus proveedores, a sus clientes, a la comunidad local y a la sociedad en general, así como el medio ambiente local y global. Se les exige también informes anuales y públicos de su impacto social y ambiental global, evaluado por terceros de una forma transparente e independiente.
La conclusión de lo expuesto es clara. En nuestras manos como consumidores está la posibilidad de que este movimiento vaya a más. Diferentes organizaciones surgidas de la sociedad civil, como asociaciones de consumidores, de jubilados, de jóvenes o de barrios podrían exigir anualmente  a las empresas informes del grado  de cumplimiento de los  tres balances para su posterior divulgación y conocimiento por la ciudadanía. Y en función de ellos llevaríamos a la práctica nuestro consumo. No obstante, hasta que la sociedad organizada ponga en marcha estas exigencias, individualmente hoy podemos ser consumidores responsables, ya que conocemos las actuaciones de muchas grandes empresas. Y no vale aquello de que uno solo no puede hacer nada. Acabo con un relato: “El bosque está en llamas. Los animales huyen despavoridos, los grandes animales: ciervos, leones, búfalos, osos, elefantes. Pero un colibrí desciende a un arroyo, toma una gota de agua en el buche, vuela contra el muro de llamas y la deja caer allí. Los demás animales le reprochan su temeridad y le dicen que, además, una gota de agua contra tan grande incendio no servirá de nada. El colibrí les responde: yo ya he hecho mi parte, y voy a seguir haciéndola”.

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