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24 de marzo de 2017

La fractura socialista

La fractura socialista



El poder establecido pretende garantizar la gobernabilidad de la derecha y neutralizar la amplia dinámica ciudadana de cambio. En su discurso desacredita a esta última como ilusa y ‘perdedora’. Aparte de a Unidos Podemos y sus aliados, también la adjudica a Pedro Sánchez, exsecretario general del PSOE. Como se sabe, pugna en las primarias socialistas con Susana Díaz, Presidenta de la Junta de Andalucía y que tiene un discurso vacío pero, eso sí, presentado como ‘ganador’ y con responsabilidad de Estado.Su problema, que no puede esconder, es la posibilidad de que Sánchez tenga un aval significativo entre la militancia socialista y trastoque el equilibrio de la triple alianza. El proyecto de éste consiste en hacer creíble su propuesta de abandonar la colaboración con el PP y girar a la izquierda. El temor que infunde al entramado económico-político es al riesgo de caminar hacia un pacto de progreso con Unidos Podemos y aliados, con un plan transformador, un programa negociado de cambio y un amplio consenso social. Los poderes fácticos de dentro y fuera de su partido lo defenestraron cuando solo atisbaba esa opción. De momento, lo desacreditan con el mismo paquete descalificador de irreal, minoritario y perdedor. Aparte queda la opción de Patxi López, con la función de dividir el voto sanchista y favorecer (y compartir) la victoria del aparato socialista en torno a Susana Díaz.
Veremos ahora en las primarias el apoyo militante a Sánchez y si gana y se abre la posibilidad de un cambio gubernamental inmediato (o nuevas elecciones generales). Lo más probable es la agudización de la fractura interna que puede terminar con el disciplinamiento (o abandono) de gente crítica si pierde, o con la ruptura, al menos del grupo parlamentario, si gana. Es decir, en cualquier escenario parece no existir capacidad para la necesaria disponibilidad del conjunto del Partido Socialista hacia un Gobierno alternativo de progreso pactado con Unidos Podemos y convergencias. Se cumpliría el diseño del entramado económico-político para impedir el cambio gubernamental de progreso. En todo caso, su firme actitud frente al PP ayuda a romper el discurso monolítico de la inevitabilidad del apoyo socialista a la gobernabilidad de la derecha y la imposibilidad del cambio, así como cuestiona la legitimidad entre las bases socialistas del supuesto carácter ‘ganador’ de todo el plan normalizador de la Comisión gestora.
El horizonte del cambio institucional está, sobre todo y sin que se produzcan acontecimientos relevantes impredecibles, en el ciclo electoral de los años 2019-2020. Mientras tanto, la tarea política de las fuerzas del cambio consiste en influir, gestionar y condicionar las políticas, representar y activar a la ciudadanía, y sumar apoyos sociales para el cambio político. Y lo que se está dilucidando es si ese proyecto, aparte de justo y democrático, es realista y susceptible de canalizar las aspiraciones de una mayoría popular y expresar una mayoría institucional, en los grandes Ayuntamiento, en Comunidades Autónomas significativas y en el Gobierno. Queda camino, y la pugna es dura y prolongada.
Pero, además, ese discurso interesado en no reconocer las bases sociales en que se incardina ese proceso de cambio y que trata de impedirlo, supone una deformación de la realidad. El plan de estabilización política del PP y los de arriba no corresponde a la opinión de las mayorías sociales. Ese enmascaramiento ideológico tiene la función de frenar a las fuerzas del cambio. No obstante, trae consecuencias importantes de pérdida de credibilidad ciudadana en esa clase gobernante.
Particularmente, la dirección del Partido Socialista está sometida a la contradicción entre, por un lado, su necesaria retórica de cambio –aunque sea limitado o en aspectos secundarios-, a efectos de su legitimidad social, pareciendo ser útil a la sociedad y, por otro lado, su garantía de gobernabilidad del PP, así como su compromiso con el continuismo estratégico y de poder del entramado político-económico. Su actual giro derechista y su estilo poco democrático profundizan la desafección popular (según las últimas encuestas electorales, pierde un millón y medio de votantes desde el 26-J, la mayoría hacia la abstención pero una porción significativa a Unidos Podemos y sus aliados y otra hacia Ciudadanos).
El debate también es ‘científico’ y atañe a los expertos en ciencias sociales y comunicación. En esta época de post-verdad o simple positivismo engañoso, hay que ser riguroso en el análisis, en la interpretación de la realidad social y sus dinámicas. Los condicionamientos son numerosos. Pero el realismo es premisa básica para una estrategia de cambio operativa y, al mismo tiempo, ambiciosa. Además, cuanta más verdad se quiere esconder, más instrumentalización de los medios, más degradación ética y democrática y más necesidad hay de explicación racional y demostrativa de los diagnósticos y convicciones propias. Al final, la realidad de la gente, su experiencia y sus opiniones, vuelven al escenario social y político. El cambio es justo y posible.
La estabilización es frágil
Tras la etapa de indignación cívica y protesta social contra la gestión regresiva y autoritaria de la crisis sistémica, socioeconómica, institucional y territorial (2010-2014), y el prolongado ciclo electoral de más de dos años (2014-2016), se ha iniciado una nueva etapa política. El resultado de ese proceso y nuevo punto de partida ha sido un nuevo equilibrio institucional, derivado del desgaste del bipartidismo y la consolidación de una nueva representación política alternativa, con suficientes bases sociales e institucionales para porfiar en el cambio. Frente a ello se ha configurado una estrategia de normalización política y cultural que dé estabilidad al continuismo económico, institucional y territorial, aislando la dinámica y las fuerzas del cambio.
Mientras, en la UE, el poder liberal conservador dominante (con gran parte de las direcciones socialdemócratas) mantiene el rumbo de la austeridad y se desencadenan procesos disgregadores y xenófobos de la mano del populismo autoritario de extrema derecha; todo ello con las dificultades de las fuerzas progresistas y de izquierda para avanzar hacia una Europa más justa y democrática.
Son ciertos algunos factores que tienden a la estabilización política. Principalmente, son dos. Primero, la persistencia de una base electoral conservadora, acomodada y envejecida, en torno a un tercio de la población, con ventajas comparativas por la evolución económica y laboral. Segundo, la colaboración de la mayoría de la dirección socialista y su garantía de gobernabilidad del pacto de las derechas (PP y C’s), continuación de su determinación de frustrar la posibilidad de un Gobierno de progreso.
Sin embargo, ninguno de los dos aspectos es determinante. Hay un bloqueo institucional pero una disputa por la legitimidad social del cambio. La situación presenta algunas mejorías macroeconómicas pero sin revertir derechos perdidos, sociales y laborales, y con prolongadas, segmentadas y diversas consecuencias para la mayoría social. Me centro principalmente en los aspectos sociales y políticos, dejando al margen el factor desestabilizador del proceso independentista en Cataluña y el inmovilismo gubernamental ante las mayoritarias demandas democráticas de mayor capacidad decisoria y autogobierno.
La base social acomodaticia que ampara la representatividad de la derecha es significativa, pero sigue siendo minoritaria entre la población, aun contando con una parte de votantes de Ciudadanos, cuyo compromiso era con el ‘cambio sensato’ y cierta regeneración democrática. Y el aparato socialista cuenta con escasa legitimidad entre su militancia y su electorado para su aval a la gobernabilidad del Gobierno del PP, está muy alejado de su compromiso de ‘cambio seguro’ e incluso de una oposición verdaderamente útil para la mayoría ciudadana. Aunque ahora en las primarias necesita un distanciamiento relativo para evitar un desplazamiento militante hacia Sánchez.
Para taponar esas grietas, el bloque de poder liberal-conservador debe apostar por una fuerte presión política hacia la dirección del Partido Socialista, un gran despliegue mediático para persuadir o neutralizar a la gente descontenta y, sobre todo, un aislamiento de las fuerzas del cambio como componente transformador basado en la justicia social y la democratización. Hasta ahora han tenido un relativo éxito en el objetivo central de impedir la formación de un Gobierno de progreso, compartido y negociado con Unidos Podemos y sus aliados. No solo se ha confirmado la negativa de la dirección socialista, desde el principio tras el 20-D, a iniciar un proceso de transformación real y de colaboración con las fuerzas del cambio, sino que, a pesar de los apoyos recibidos en ayuntamientos y Comunidades Autónomas para desalojar al PP, ha acentuado su sectarismo contra Unidos Podemos y sus aliados, confirmando su actual aval a la estabilidad del Ejecutivo de Rajoy.
Todavía persiste la disputa sobre el relato de las causas y responsabilidades por el fracaso de un Gobierno de progreso en España y la conformación de cierta frustración en parte del electorado de ambos. El propio Pedro Sánchez, en su entrevista con Évole, periodista de la Sexta, tras su defenestración a primeros de octubre como Secretario General del PSOE, se encargó de dar verosimilitud a la versión de Unidos Podemos y convergencias: los poderosos de dentro y de fuera del PSOE lo vetaron. No se debía a la supuesta intransigencia o sectarismo de la dirección de Podemos, versión machacona de la dirección socialista y los principales medios, sino a la determinación estratégica del núcleo dirigente socialista, con el acuerdo de Ciudadanos, de garantizar el continuismo económico y territorial, neutralizar un cambio real de políticas, aunque fuese limitado, y marginar a Unidos Podemos y sus aliados.
Por tanto, la campaña sectaria desatada contra la dirección de Podemos, especialmente contra su Secretario General, Pablo Iglesias, no estaba justificada y solo tenía un significado destructivo para las fuerzas del cambio, que hizo cierta mella en una pequeña parte de su electorado que se abstuvo en el 26-J.
Tampoco es justa la versión intermedia, supuestamente equilibrada, del reparto por igual de responsabilidades a los dirigentes de ambas formaciones. Sánchez fue honesto en ello al señalar al entramado económico-político y la dependencia del aparato socialista como culpable de ese veto a un Gobierno compartido de progreso. Y habría que añadir la responsabilidad de la propia dirección socialista por su aceptación e impotencia para plegarse a esa estrategia de impedir el cambio político en España y profundizar la división de las fuerzas de progreso, con toda su repercusión para el futuro de España y la Unión Europea.
Es difícil que el Partido Socialista pueda ya desempeñar un papel dirigente en un cambio político e institucional de progreso. Los poderosos y su propio aparato pueden imponer su repliegue representativo y la subordinación a las derechas, en aras de defender los intereses continuistas de los poderes fácticos. Ello aplazaría el desalojo de las derechas y sería fuente de mayor frustración y desafección entre su base social.
Esa posible dinámica supone una responsabilidad especial para las fuerzas del cambio que, de momento, están lejos de conseguir, por sí mismas, los apoyos sociales suficientes para asegurarlo. Para desalojar a las derechas de las grandes instituciones públicas e iniciar un auténtico cambio, sigue siendo imperiosa la colaboración con otras fuerzas políticas de progreso, en especial un renovado Partido Socialista (o parte de él) con el que converger.
El crecimiento de las fuerzas del cambio
Según las tendencias electorales, el PSOE va acentuando su crisis de legitimidad ciudadana. Desde el año 2008 ha perdido a cinco millones de desafectos críticos de su gestión neoliberal y prepotente. Desde el 26-J, según las últimas encuestas, se añaden más de otro millón que irían mayoritariamente a la abstención. A ese segmento progresista y de izquierdas hay que acumular el millón de votantes en el 20-D de Izquierda Unida y Podemos y sus aliados que se abstuvieron. Si consideramos otro millón entre personas abstencionistas, nuevos electores jóvenes y algunos sectores nacionalistas de izquierdas o demócratas centristas hartos de la corrupción, tenemos una suma de unos tres millones de posibles votantes a las fuerzas del cambio de cultura democrático-progresista. El grueso se autoubica en la escala ideológica de izquierda-derecha (entre 1 y 10), en los segmentos 4 (izquierda moderada) y 5 (centro progresista).
Esos sectores recalan hoy, sobre todo, en la abstención. Tienen cierta orfandad representativa. Fundamentalmente, se pueden inclinar y están en disputa entre, por un lado, Unidos Podemos y convergencias y, por otro lado, un nuevo Partido Socialista que pudiera detener su hemorragia y adquirir mayor credibilidad, reto cuyo resultado está por ver. Sin descartar otras posibles vías o intentos de agrupamiento político para representar esa franja intermedia entre ambos bloques o, simplemente, sin capacidad para superar el cierto desapego y la falta de confianza hacia las fuerzas del cambio.
Hoy por hoy, con las actuales variables, ese campo de tres millones de electores, con actitudes progresistas y de izquierda, es el más susceptible de transformación e influencia de las fuerzas del cambio para ensanchar sus apoyos electorales, aspirar a medio plazo (2019-2010), al menos, a unos siete millones de votantes y una media del 30% de representación electoral. Ello les posibilitaría un papel determinante en las principales instituciones territoriales y gubernamentales y, desde una posición unitaria, hegemonizar la dinámica de un cambio de progreso. Aunque todavía el ‘ganar’ deberá ser compartido y negociado con otras fuerzas progresistas, sean del ámbito nacionalista o socialista.
No obstante, esa cristalización electoral y su reflejo en la composición y representatividad institucional, depende del largo camino de los dos próximos años: la experiencia popular en la polarización socioeconómica, la diferenciación cultural frente al conservadurismo y la participación cívica en el conflicto social y político, así como por la adecuación estratégica y la credibilidad de los discursos y liderazgos de las fuerzas progresistas, alternativas y de izquierda.
En definitiva, aparte de la colaboración socialista para la continuidad del Gobierno de Rajoy, en algunos segmentos de la ciudadanía, cuantificados en un tercio, se consolida su consentimiento a esta inercia de estabilidad institucional. Pero la tendencia cívica dominante sigue siendo la del descontento popular por los efectos de la crisis socioeconómica y las políticas de austeridad, la reafirmación en los valores democráticos y de justicia social y el apoyo a una opción de progreso. Por tanto, hay bases sociales suficientes susceptibles de seguir apoyando un proyecto de cambio sustantivo.
La pugna ideológica y cultural es generalizada y continuada y tiene implicaciones políticas. A pesar de la presión política y mediática por la normalización, la persistencia mayoritaria de esa mentalidad crítica y progresiva impide la hegemonía de la dinámica restauradora del entramado de poder económico-político. Su pretensión es el cierre al cambio institucional de progreso, la incorporación plena del Partido Socialista al continuismo estratégico y la neutralización de la dinámica y las fuerzas del cambio. Pero ese plan normalizador no tiene la hegemonía sociopolítica y cultural entre la ciudadanía. La normalización no tiene suficiente consenso social y la tendencia de cambio no se ha consolidado en el ámbito institucional. La pugna continúa.
Antonio Antón. Profesor Honorario de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid
@antonioantonUAM
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

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