

Conforme me iba encontrando con una muralla protectora, más me convencía de que algo raro ocurría con los dineros recaudados por el consumo de carburantes, incluido el impuesto aplicado por litro. Llegue hasta la Secretaria de Estado de Hacienda donde la sola mención del contribuyente cierra la puerta a cualquier cuestión que se pueda plantear sobre el particular. La Agencia Tributaria, ni el Ministerio de Hacienda no pueden facilitar información nominal sobre los contribuyentes, pero cuando se plantea como una generalidad tampoco hay respuesta. Todo lo más que pude sacar es que el fenómeno de que el impuesto fuera un ingreso se debía a “la deducción por doble imposición”, un rollo que no me trague ya que no había datos suficientes que lo corroboraran. En tan elevado santuario de la tributación me trataron como un bicho raro. Me quedé con la copla: “Aquí no ha venido nunca nadie preguntando estas cosas” –literal- pero la magia de una contabilidad en holding aplicando la ingeniería financiera transforma lo blanco en negro, equivalente a cobrar en vez de pagar.


Me llama por teléfono un individuo y me pide una reunión urgente, tiene una información, muy trascendente, que facilitarme. Ya tenía la mosca detrás de la oreja y no quise que viniera a mi despacho, lo cité en la terraza de una cafetería del Paseo de Gracia, a pocos metros de la redacción, siempre concurridas de público. Se presentó con un tipo corpulento, ambos bien vestidos, con pinta de ejecutivos, el que me había llamado por teléfono era delgado como un alambre. El que llevaba la voz cantante, el corpulento, tenía cierto acento extranjero que no fui capaz de definir, la cara con algo de viruela y un gran bigote. De facilitarme información nada de nada todo lo contrario me la exigía. Este es el término adecuado: exigir. Estaba empecinado en saber de donde había conseguido la información “del petróleo”, más exactamente de quien. Los modales y la pose eran estudiados para que la intimidación fuera explícita. Para ser sincero, fui aguantando el tipo teniendo en cuenta que estábamos rodeados de gente, hasta que el muy cabrón me pregunto:
- -¿Tú sabes quien soy?
- -Ni idea, ni me importa -conteste.
- -Te tendría que importar porqué soy el liquidador.
No sabría decir la sensación que tuve en aquel momento pero está relacionada con el pánico, todas las recomendaciones y advertencias sobre como iba a acabar se agolparon en mi mente. Me imploré a mi mismo calma, no se por qué demonios estaba convencido de que ese tipo, con cara de turco, iba a dispararme. Me miraba fijamente a los ojos a través de unas gafas de sol con vidrios ahumados y yo le sostenía la mirada. No se me ocurrió otra cosa que decirle:
- -¿Te crees que soy tan imbécil como para venir aquí con el culo al aire? Si hago un movimiento convenido, te puedo asegurar que no tenéis tiempo de reaccionar.
El esmirriado, que estaba sentado a su lado le dijo:
- -No le iras a creer, se está tirando un farol.
El del bigote descomunal –después pensé que era postizo- me seguía mirando fijamente a los ojos y le aguante la mirada. Después de unos segundos que me parecieron una eternidad, sin decir nada se levantó y el esmirriado lo siguió. Lo descrito puede parecer una escena de una mala película de agentes secretos. Pero por ahí va la cosa.
Si pretendían asustarme, a fe que lo consiguieron. En cuanto pude, me puse en contacto con el jefe de una importante agencia de detectives. Me debían un favor y este era el momento de cobrarlo. Le puse en antecedentes, rastrearon la redacción, con un escáner, en busca de micrófonos ocultos, siguieron la pista de la carta: no había otras huellas que no fueran las mías, la dirección de Madrid no existía. Habían llamado desde un teléfono público, y por la descripción personal los individuos no eran conocidos. Nada de nada, pero los detectives de la agencia clasificaban el episodio como la “amenaza fraternal”. Primero se presenta alguien con recomendaciones, después el escrito, ya mucho más explicito para luego pasar a la intimidación para que sepas que están ahí y que eres su objetivo. Después o blanco o negro. No comente nada con nadie, ni tan siquiera con mis compañeros. Pasó un mes, y en uno de mis habituales desplazamientos a Madrid, un periodista amigo estaba dispuesto de hacerme una confidencia bajo secreto de confesión. Había oído a sus jefes, de un diario de difusión nacional, hablar de mí, se debatían entre la opinión de uno que manifestaba que era “un terrorista de la información y que le habían enviado un recado” y otro que de buena tinta aseguraba que “pertenece a las fuerzas de seguridad del Estado”.
No hacia mucho que otro periodista había publicado un libro en el que me dedicaba un par de páginas y, muy ufano, aseguraba que trabajaba para la seguridad del Estado desbrozando asuntos muy delicados para la fiscalía. No era cierto, pero tratar de decir lo contrario a este tipo de manifestaciones no hay nadie que te crea. Algo debió de pasar por la cabeza del bigotudo, mientras le aguantaba la mirada, o algo le barruntaba que a quien intimidaba fuera de verdad de las “fuerzas de seguridad del Estado”. Un sanbenito que cuando te lo ponen es difícil de sacar. Todo lo ocurrido incrementó mi convencimiento de que el asunto de las petroleras esconde algo que no quieren que se sepa. Hay indicios de que altas personalidades, entre ellas el Rey, por decirlo de la mejor manera “cobran gratificaciones” les parece que queda mejor que vulgares “comisiones”. Pero cobrar, cobran mientras nos expolian en la gasolinera. Reitero mi compromiso de un post sobre este asunto.
Fuente: la Banca
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