Las petroleras no cumplen con el sistema fiscal previsto por ley. El impuesto sobre la gasolina se camufla con los ingresos propios provocando opacidad. Resulta que estos señores encopetados de las petroleras ocultan y camuflan el impuesto sobre carburantes recaudado entre sus propios ingresos. Esta argucia, intencionada, de soslayar la ley pone de manifiesto que no todo el impuesto recaudado llega a las arcas de Hacienda. He dejado este relato, de las investigaciones periodísticas, en último lugar pese a que ocupó el primero en mis preocupaciones después de meterme en innumerables charcos. El episodio lo viví como la confirmación de lo que me aconsejaban amigos y familiares que conocían mis andanzas por las cocinas del Estado: olvídate de todo esto, no acabarás bien. Será por inconsciencia o porque uno a nacido así, no tenía la percepción de enfrentarme a ningún peligro que afectara a mi integridad física. Tuve ocasión de cambiar de opinión por la vía rápida. Algo ocurre con el petróleo, la gasolina, los impuestos y la confraternización de los políticos y la clase dominante del poder económico. En un post daré los detalles de esta investigación, aquí puedo adelantar que hay un fraude descomunal con los impuestos que se pagan por el consumo de carburantes. Las grandes empresas del sector como Repsol y Cepsa se benefician, en primera instancia, del saqueo a los bolsillos de la ciudadanía motorizada.
Me llamaba poderosamente la atención ver como los precios de la gasolina no paraban de crecer y además, la razón que se daba para aplicar esos aumentos radicaba siempre en el precio del crudo de petróleo cuando tan sólo era uno de los ingredientes contenidos en el precio final y no el más importante. Empecé por revisar con detalle los balances contables de Repsol, por ser la petrolera más grande del país, y no tardé en toparme con algo raro, a la vista de cualquiera. Para la petrolera Repsol, la sociedad matriz, el Impuesto sobre Sociedades que grava los beneficios empresariales con un 35% resultaba que era todo lo contrario: representaba un ingresos de miles de millones de pesetas ejercicio tras ejercicio. Los balances estaban inscritos en el Registro Mercantil y tenían el visto bueno del auditor. Sobre el asunto no pude sacar el agua clara a pesar que me moví por todos los estamentos con competencia sobre el asunto y removí cielo y tierra.
Conforme me iba encontrando con una muralla protectora, más me convencía de que algo raro ocurría con los dineros recaudados por el consumo de carburantes, incluido el impuesto aplicado por litro. Llegue hasta la Secretaria de Estado de Hacienda donde la sola mención del contribuyente cierra la puerta a cualquier cuestión que se pueda plantear sobre el particular. La Agencia Tributaria, ni el Ministerio de Hacienda no pueden facilitar información nominal sobre los contribuyentes, pero cuando se plantea como una generalidad tampoco hay respuesta. Todo lo más que pude sacar es que el fenómeno de que el impuesto fuera un ingreso se debía a “la deducción por doble imposición”, un rollo que no me trague ya que no había datos suficientes que lo corroboraran. En tan elevado santuario de la tributación me trataron como un bicho raro. Me quedé con la copla: “Aquí no ha venido nunca nadie preguntando estas cosas” –literal- pero la magia de una contabilidad en holding aplicando la ingeniería financiera transforma lo blanco en negro, equivalente a cobrar en vez de pagar.
Como no me quedé satisfecho con la respuesta de los altos funcionarios responsables de la recaudación de los miles de millones que Repsol debe ingresar al Erario público, continué inducido por la reflexión, totalmente lógica, que si con la tributación visible, la que figura en los registros públicos, pagar es cobrar que no habría en el mecanismo de la recaudación del impuesto que va ligado a los carburantes. Oh! Sorpresa, o no tanta visto lo visto. Junto con la privatización del monopolio de Campsa, también se privatizo el mecanismo que grava los carburantes. A la Compañía Logística de Hidrocarburos, propiedad de las petroleras que actúan en el mercado español, el sistema legislativo vigente le asigna el papel de depósito fiscal, siendo esta empresa la que tiene la obligación fiscal de ingresar el impuesto a Hacienda. La ley no se cumple y es la industria petrolera la que mezcla contablemente entre sus ingresos propios los que provienen como impuesto recaudado. No hace falta decir que la sospecha de que todo lo recaudado no llega a las arcas de Hacienda va más allá de una presunción. Con todo lo investigado completamos enLa Banca 12 páginas en un dossier con el titulo El dinero del petróleo y llegó la tormenta perfecta.
A los pocos días de la publicación, se presentó en la redacción un individuo que insistía en verme, residía en Madrid y estaba de paso por Barcelona y este era su argumento para presentarse sin más. Me felicitó, muy efusivamente, por el articulo sobre las petroleras dándome la razón en todo, pero su interés se concretaba en conocer como había llegado la información a mis manos. No debió creer ni una palabra de lo que dije sobre que no había ninguna “garganta profunda” de por medio, que todo eran datos obtenidos de mover una montaña de papeles, balances contables, memorias societarias y registros públicos. Unos días más tarde recibí una carta de este individuo. Bajo un tratamiento de “Querido amigo” y que todo era por mi bien me aconsejaba de evitar tribulaciones que conducirían, inevitablemente, a un mal final. El cabrón, implícitamente me estaba amenazando: “sería mejor que te dedicaras a los bancos … hasta que te dejen”. A continuación, todo seguido, una vuelta de tuerca más.
Me llama por teléfono un individuo y me pide una reunión urgente, tiene una información, muy trascendente, que facilitarme. Ya tenía la mosca detrás de la oreja y no quise que viniera a mi despacho, lo cité en la terraza de una cafetería del Paseo de Gracia, a pocos metros de la redacción, siempre concurridas de público. Se presentó con un tipo corpulento, ambos bien vestidos, con pinta de ejecutivos, el que me había llamado por teléfono era delgado como un alambre. El que llevaba la voz cantante, el corpulento, tenía cierto acento extranjero que no fui capaz de definir, la cara con algo de viruela y un gran bigote. De facilitarme información nada de nada todo lo contrario me la exigía. Este es el término adecuado: exigir. Estaba empecinado en saber de donde había conseguido la información “del petróleo”, más exactamente de quien. Los modales y la pose eran estudiados para que la intimidación fuera explícita. Para ser sincero, fui aguantando el tipo teniendo en cuenta que estábamos rodeados de gente, hasta que el muy cabrón me pregunto:
- -¿Tú sabes quien soy?
- -Ni idea, ni me importa -conteste.
- -Te tendría que importar porqué soy el liquidador.
No sabría decir la sensación que tuve en aquel momento pero está relacionada con el pánico, todas las recomendaciones y advertencias sobre como iba a acabar se agolparon en mi mente. Me imploré a mi mismo calma, no se por qué demonios estaba convencido de que ese tipo, con cara de turco, iba a dispararme. Me miraba fijamente a los ojos a través de unas gafas de sol con vidrios ahumados y yo le sostenía la mirada. No se me ocurrió otra cosa que decirle:
- -¿Te crees que soy tan imbécil como para venir aquí con el culo al aire? Si hago un movimiento convenido, te puedo asegurar que no tenéis tiempo de reaccionar.
El esmirriado, que estaba sentado a su lado le dijo:
- -No le iras a creer, se está tirando un farol.
El del bigote descomunal –después pensé que era postizo- me seguía mirando fijamente a los ojos y le aguante la mirada. Después de unos segundos que me parecieron una eternidad, sin decir nada se levantó y el esmirriado lo siguió. Lo descrito puede parecer una escena de una mala película de agentes secretos. Pero por ahí va la cosa.
Si pretendían asustarme, a fe que lo consiguieron. En cuanto pude, me puse en contacto con el jefe de una importante agencia de detectives. Me debían un favor y este era el momento de cobrarlo. Le puse en antecedentes, rastrearon la redacción, con un escáner, en busca de micrófonos ocultos, siguieron la pista de la carta: no había otras huellas que no fueran las mías, la dirección de Madrid no existía. Habían llamado desde un teléfono público, y por la descripción personal los individuos no eran conocidos. Nada de nada, pero los detectives de la agencia clasificaban el episodio como la “amenaza fraternal”. Primero se presenta alguien con recomendaciones, después el escrito, ya mucho más explicito para luego pasar a la intimidación para que sepas que están ahí y que eres su objetivo. Después o blanco o negro. No comente nada con nadie, ni tan siquiera con mis compañeros. Pasó un mes, y en uno de mis habituales desplazamientos a Madrid, un periodista amigo estaba dispuesto de hacerme una confidencia bajo secreto de confesión. Había oído a sus jefes, de un diario de difusión nacional, hablar de mí, se debatían entre la opinión de uno que manifestaba que era “un terrorista de la información y que le habían enviado un recado” y otro que de buena tinta aseguraba que “pertenece a las fuerzas de seguridad del Estado”.
No hacia mucho que otro periodista había publicado un libro en el que me dedicaba un par de páginas y, muy ufano, aseguraba que trabajaba para la seguridad del Estado desbrozando asuntos muy delicados para la fiscalía. No era cierto, pero tratar de decir lo contrario a este tipo de manifestaciones no hay nadie que te crea. Algo debió de pasar por la cabeza del bigotudo, mientras le aguantaba la mirada, o algo le barruntaba que a quien intimidaba fuera de verdad de las “fuerzas de seguridad del Estado”. Un sanbenito que cuando te lo ponen es difícil de sacar. Todo lo ocurrido incrementó mi convencimiento de que el asunto de las petroleras esconde algo que no quieren que se sepa. Hay indicios de que altas personalidades, entre ellas el Rey, por decirlo de la mejor manera “cobran gratificaciones” les parece que queda mejor que vulgares “comisiones”. Pero cobrar, cobran mientras nos expolian en la gasolinera. Reitero mi compromiso de un post sobre este asunto.
Fuente: la Banca
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