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20 de marzo de 2018

Justicia y la España profunda corrupta


En un Estado como el español, donde no existe la separación de poderes, es obvio que toda la responsabilidad de la violación de derechos humanos no puede recaer en el juez Pablo Llarena. Después de todo, ningún individuo, tenga el cargo que tenga, no puede violar solo principios democráticos universales sin disfrutar del apoyo de un Estado que lo proteja en todos los sentidos. Pero, en calidad de brazo jurídico de los intereses políticos del Estado y como autor de decisiones que violan los derechos humanos, el juez Llarena debe responder a título individual. Entre otras cosas, porque todo este sarta de barbaridades llevan su firma.

La criminalización de la libertad de Cataluña, del movimiento independentista, del derecho a decidir de los catalanes y de su voto expresado en las urnas, se sintetiza en una sola palabra: odio. Odio al que piensa diferente, odio al que no se somete a la uniformización, odio al que no quiere ser español, odio al que no se arrodilla ante la bandera española, odio al que no abraza el primer mandamiento del Régimen Inquisitorial Español, que es la Sagrada Unidad de España, odio, en definitiva, a la voluntad cívica, pacífica y democrática de un pueblo de ser lo que quiera ser. Y cuando este odio deja de ser un sentimiento íntimo y personal y pasa a manifestarse por medio de acciones judiciales que tienen la clara intención de destruir para siempre la vida pública, profesional y familiar de un montón de personas inocentes estamos ante de un individuo y de un Estado de ultraderecha y sin escrúpulos que deben ser llevados ante un tribunal penal internacional bajo la acusación de delito de odio.

Es el juez Llarena, no Oriol Junqueras, Joaquim Forn, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, quien debería ser sometido a las mismas vejaciones a que él somete a sus víctimas. Es él quien debería ser obligado a dormir vestido debido al frío que hace en aquellas celdas y a sufrir la humillación repugnante que supone tener que hacer las necesidades sin la más mínima intimidad ante otra persona. Ningún poder totalitario puede tener éxito sin individuos de esta naturaleza.

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