Carlos Dominguez Luis*.
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11 de noviembre de 2015.
Se veía venir. El Parlamento catalán ha aprobado finalmente la declaración soberanista impulsada por Junts pel Sí y la CUP, con la que se pretende hacer posible «el proceso de desconexión democrática» de España.
Nos hallamos, se mire por donde se mire, ante una auténtica declaración de independencia, en la que se deja claro que, a partir de este momento, no se hará caso a las decisiones que adopten las «instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional», órgano en el que el Gobierno va a centrar su estrategia de reacción frente a tan grave desafío.
El Estado, lamentablemente, no dispone de muchas vías más para defenderse. Los promotores de la declaración independentista lo saben y, quizá por ello, han lanzado su órdago con mayor descaro. Conscientes de que el cauce penal –sin duda, el más temido–es inviable.
Aunque resulte chocante, el Código Penal se mantiene al margen de los actuales problemas y retos que tiene España planteados frente a quienes dedican el esfuerzo político a procurar la liquidación del Estado y de su organización, democráticamente aprobada por los españoles en 1978.
En la España de hoy, en la que conducir a excesiva velocidad puede ser un delito, no lo es, en cambio, que un Parlamento autonómico declare la secesión o independencia de su territorio. Lo sorprendente es que fue un delito siempre. Pero hoy ya no lo es.
Esa declaración de independencia a la que hemos asistido no es, desde luego, un delito de traición, pues nuestro actual Código Penal vincula la comisión de este delito con supuestos de conflicto bélico entre España y una potencia enemiga. Han sido borradas de su texto todas las referencias a movimientos sediciosos y separatistas, sobre la base, según algunos expertos, de que contemplaban casos inimaginables en la práctica. Argumento rocambolesco, pues el Código Penal sigue previendo como delito una conducta harto improbable en la práctica: que un español induzca a una potencia extranjera a declarar la guerra a España o se concierte con ella para el mismo fin.
Tampoco es un delito de sedición, pues una declaración de independencia por una Asamblea Legislativa o un Gobierno autonómico, aunque rompe gravísimamente el orden constitucional y la unidad de España, por sí misma no afecta al orden público, ni comporta ningún alzamiento en forma de tumulto, elementos, estos últimos, sobre los que se asienta la regulación actual de ese delito.
Difícilmente puede hablarse, por último, de un delito de rebelión, pues nuestro Código Penal impone, para considerar que el delito ha sido cometido, la existencia de un alzamiento público y violento, de modo que deja así fuera supuestos como el contemplado, que el sentido común, en cambio, etiqueta fácilmente como actos de rebelión.
Decíamos antes que esto no ha sido siempre así. En el Código Penal de 1932 –el de la Segunda República–, una declaración de independencia como la analizada era constitutiva de delito de rebelión. Los gobiernos de izquierda de ese periodo tenían meridianamente claro que la unidad de España debía salvaguardarse a toda costa, incluso por la vía penal. Cualquier ataque a la integridad de España era considerado como delito de rebelión. En 1981, un Parlamento ya democrático reformó este tipo de delitos y, como en la Segunda República, sancionó cualquier ataque contra la integridad de la nación española, con independencia de que éste tuviese lugar o no mediante alzamiento violento.
En suma, la proclamación o declaración de independencia fue antes del régimen democrático, y siguió siendo durante éste hasta 1995 (con el famoso Código Belloch), un delito de rebelión contra el orden constitucional. Hoy no lo es. Nadie en España tiene la impresión de que esto pueda ser así, pero lo es.
De otro lado, tengamos en cuenta que, en nuestro sistema penal actual, la desobediencia, por parte de las autoridades, a las sentencias y decisiones judiciales sorprendentemente no constituye un delito contra las Instituciones del Estado y contra la Ddvisión de poderes. Esa desobediencia es tratada como un delito contra la Administración Pública, esto es, como si tal conducta afectara al buen funcionamiento de los «servicios administrativos» y no al «orden constitucional de la división de poderes».
Por ser más concretos, la desobediencia a los tribunales que restablecen el derecho y declaran la ineficacia de una independencia territorial proclamada es, hoy por hoy, un delito contra la Administración Pública, castigado con una pena económica de multa y otra de inhabilitación. Ni más ni menos.
Volvemos al principio. Lo sucedido ayer se veía venir. Quizá se veía venir hace bastantes años. Es posible que el Estado haya rebosado ingenuidad e improvisación.
Sólo queda esperar ahora que las vías de defensa que se pongan en marcha tengan éxito cuanto antes. Y que se taponen las importantes vías de agua que presenta nuestro actual orden jurídico.
* Abogado del Estado y Académico Correspondiente de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación
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