Y se extrañan de que alguien (el presidente Puigdemont y cuatro exconsellers en el exilio) interponga una demanda civil porque se le ha privado de sus derechos arbitrariamente. Es lo menos que podían esperar. Con la correspondiente citación al juez Llarena a declarar el próximo 4 de septiembre. La justicia española no da curso a la citación. El juez decano la devuelve, invocando un defecto de procedimiento. Para, pues, la vía jurídica. Pero abre la política porque ese mismo juez decano pone en conocimiento del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) la citación y requiere de él la concesión del amparo a Llarena y una advertencia a la justicia belga sobre la independencia de la justicia española.
El CGPJ se ha movilizado y la Comisión Permanente ha votado siete contra uno por otorgar el amparo al juez. Lo justifica con razones de fondo político y no jurídico; incluso lo califica apasionadamente como “burda maniobra” para someter la soberanía del Estado español a una jurisdicción extranjera. Pura doctrina de la razón de Estado. Nada que ver con la justicia. La prueba es que el mismo órgano encomienda a los ministerios correspondientes del gobierno español salir en defensa de la soberanía citada y la independencia de Llarena.
Pero, a su vez, el amparo ¿en qué se materializa? ¿Admite que el magistrado no acuda a una citación judicial de un país extranjero? No será el caso, pero de incomparecer, el tribunal belga podría dictar una requisitoria de algún tipo. El lío que han organizado Llarena y su fogosa numen, Sáenz de Santamaría es monumental. No es que la justicia española esté desacreditada en Europa; es que es su hazmerreír.
La consecuencia de este esperpento de cárceles y agresiones callejeras de bandas fascistas es hacer más inapelable la República Catalana.
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